Carlos Antonio Freire llega todos los días al pie de la Torre Morisca, en la calle 10 de Agosto y avenida Malecón, para empezar su jornada. Se coloca un mandil azul, lentes, una gorra -dependiendo del clima- y procede a pegar los dibujos que tiene dentro del caballete que él mismo elaboró para su trabajo.

La estructura de madera tiene espacios en donde tiene guardadas las cartulinas que usa a diario, asimismo, los lápices, borradores y aerosoles. Esta es una especie de exhibición gratuita.

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El guayaquileño es uno de los retratistas que se ubican en diferentes puntos del Malecón Simón Bolívar hace más de dos décadas. Su jornada se inicia todos los días aproximadamente a las 09:00, al pie de la torre icónica.

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En ese sitio, con vista hacia el río Guayas, se asienta con una pequeña mesa en donde coloca sus lápices. El ‘manso’ le da la tranquilidad y concentración que requiere para dibujar los detalles de cada uno de sus clientes.

La historia de Carlos, sin embargo, no se inició en el Malecón. El primer encuentro que tuvo con el dibujo fue en su niñez cuando tomó un pedazo de leña quemada y empezó a trazar garabatos en el piso. Su madre era lojana y acostumbraba a usar leña en su negocio de venta de fritada; su padre era ambateño.

El asfalto de las calles Huancavilca y Villavicencio se convirtió en su lienzo. A la edad de 6 años, en primero de básica, tuvo su primera ovación en un concurso de dibujo. Carlos recuerda que los padres de familia se quedaron asombrados del dibujo a detalle de una bruja con un caldero y un gato.

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“La gente me aplaudía”, cuenta. En su niñez también jugó a hacer figuras con lodo, lo que lo acercó años después a la escultura.

A los 16 años, el retratista saltó a las calles y, junto a otros artistas, se ubicó en una de las esquinas de la avenida 9 de Octubre y Chile. Para esa edad tenía más nociones de dibujo e incluso ganaba algunos sucres haciendo láminas educativas.

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Carlos absorbió todo lo que veía de otros dibujantes que se ponían en esa zona, la forma en la que hacían los trazos, el detalle. Fue allí cuando perfeccionó su don de hacer retratos.

Él recuerda que, en medio de artistas experimentados, logró que un señor se decante por su trabajo; eso lo motivó. El cliente había llegado a la zona de los artistas y había entregado la cédula para ver quién de los dibujantes se acercaba más a la foto.

En ese camino de perfeccionamiento de su arte, el hombre sufrió un accidente en el que perdió tres dedos de la mano derecha. Una sierra, de las utilizadas en carpintería, le cercenó el dedo índice, medio y anular. El dedo índice lo perdió por completo, mientras que los otros dedos quedaron afectados y sin buena movilidad.

Freire llega todos los días a partir de las 09:00 al Malecón Simón Bolívar. Foto: El Universo

“Mi madre lloraba por mí, por todo lo que me había pasado”, menciona el retratista. Ahí se frenó también el deseo que tenía de enlistarse en la Marina, en ese tiempo él tenía 18 años.

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En el hospital Luis Vernaza, durante su recuperación, Carlos nunca dejó de dibujar. Empezó a hacer trazos con el brazo izquierdo y retrataba a los pacientes que se alojaban en su mismo pabellón. Él señala que uno de los momentos más tristes fue cuando tuvo que entregar los dibujos a los familiares de los pacientes que había bosquejado y que habían fallecido.

“Eso fue algo que me conmovió y que hasta ahora me conmueve”, relata.

Luego de su accidente, retomó el dibujo con la mano derecha y empezó a perfeccionarlo. Cursó un par de años en el colegio de Bellas Artes y siguió retratando a la gente en el centro. El accidente no lo limitó, pues esto se convirtió en un acto de resiliencia.

“El lápiz lo agarro a pesar de no tener un dedo porque el talento no es la mano, es el don de Dios y es él el que da la energía, la inteligencia”, dice.

En esta área céntrica se mantuvo hasta que llegó la regeneración urbana y se levantó el Malecón. Para inicios de los 2000 los dibujantes fueron reubicados en este último sitio y fueron agremiados.

Ya en el Malecón, Carlos ha vivido la transformación de la ciudad y del centro como espacio icónico de la ciudad. Asimismo, modernizó su trabajo con la llegada de la tecnología. Los clientes le suelen enviar fotos a su teléfono y las toma como referencia para los retratos.

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Según el artista, una de las cosas que más le llenan en su trabajo es llegar a la fibra más sensible de las personas.

“He encontrado la motivación en la gente de aquí de Guayaquil, de otros países, con otros idiomas. He encontrado la motivación en la satisfacción de las familias a ver retratos de personas que ya no están”, expresa.

Para el artista, este es un trabajo que lo mantiene vivo y entusiasmado a diario. Dibujar cada pestaña, cada uña, cada fibra capilar lo emociona tanto como a sus 16 años.

“Me siento orgulloso de ser ecuatoriano, de ser guayaquileño y mostrar mi talento. Yo sé que llega la tecnología y continuará la modernización, pero nada va a reemplazar el detalle, el olor al carboncillo y el arte de un dibujante”, sostiene el hombre. (I)