Es un añito más viejo que yo. Y es un ejemplo inspirador para la comunidad artística global: la 74.ª edición del Festival de Cannes llegó después de una pandemia con cines vacíos y costosas postergaciones no solo de estrenos, sino de rodajes y el impacto financiero brutal en la industria cinematográfica global. Lo insólito es lo que he estado presenciando en vivo por YouTube desde su inicio la semana pasada hasta los días finales. Escribo esta nota al cierre de la revista el martes y solo he podido disfrutar un poco más de la mitad del evento.

Es imposible olvidar las ovaciones, el eufórico júbilo presencial en la sala principal, donde se ven todas las películas que fueron seleccionadas para concursar por la Palma de Oro, un galardón solo comparable con el Óscar. Con la gran diferencia de que Cannes durante doce días se convierte en una auténtica marquesina del cine mundial, incluyendo su ‘Mercado del Cine’, la feria gigantesca con hordas de productores, distribuidores, realizadores y publicistas, a la caza de los derechos y la financiación de películas de toda índole y proyectos que se introducen a posibles financistas. Hasta Ecuador estuvo allí con La playa de los enchaquirados, del realizador Iván Mora, tratando de conseguir fondos para terminar la posproducción.

Daniela Creamer, que nos envía sus notas desde allá todos los años, me decía en el cel: “Esto es una locura total por las medidas de seguridad cada 48 horas, que involucra estrambóticas pruebas anti-COVID”. En el fondo, creo que en su corazón cinéfilo esa locura de Cannes trasciende este año más que nunca: si la vida continúa, el cine también. Es el arte de nuestro tiempo y entonces esa apertura musical de Annette -el desquiciante filme de Leos Carax que abrió el festival- es perfecta: “¿Podemos comenzar, pero realmente podemos comenzar, podemos podemos comenzar?... ¡Hemos modelado un mundo, un mundo creado por y para ustedes!”. (O)