Durante años he tenido un sueño recurrente, de un cerro de árboles de encino junto a un océano de mareas extremas. Al visitar la isla francesa de Noirmoutier, en el golfo de Gascuña en el Atlántico, en octubre de este año, me sorprendió un lugar idéntico.

Lo hallé junto al bosque de La Chaize, en el noreste de la isla. A lo largo de su muelle, gente de diversas edades pescaba con el tradicional arte conocido como peche au carrelet. Pacientemente hacían descender una malla, a la que agregaban puñados de arena o incluso aceite como carnada. Al levantarla rápidamente, recogían pescaditos, y con cada tanda surgían exclamaciones de algarabía. Mis amigos Bernard, Matilde y yo salimos favorecidos con un balde de sardinas, porque no había manera de negarse a ser parte de su fiesta y tradición.

La isla, de menos de 5.000 hectáreas, está conectada por un puente al continente, que junto a las casitas blancas recubiertas de cal, de sus varios pueblos, también aparecía en mi sueño, ¿Habitaría este rincón en una vida pasada? Camino por el cerro y encuentro una cueva, con puerta de hierro, que anuncia: Gruta de San Filiberto, el patrón de la isla.

¡Finalmente lo recuerdo! Había estado allí veinticinco años atrás, cuando se exploraba el mundo sin celulares, GPS o Google Maps. Un viejo amor y yo nos perdimos por las costas de Normandía y la Bretaña, apenas con un mapa en el bolsillo y un par de mochilas. Francia nos regalaría incontables merenderos para hacer pícnics con vino que costaría hoy el equivalente a un par de euros. Y de alguna manera llegamos a Noirmoutier, a acampar entre los encinos. Tal vez quise conservar el recuerdo como un sueño para perennizar su dulce misterio. Por algún lado leí que no añoramos el lugar, sino lo que fuimos en ese preciso instante y espacio.

La visión más clara de aquella aventura fue la de casitas sobre largos pilotes, de donde penden redes como toldas, recogidas cuando baja la marea, que puede hacerlo hasta en siete metros. Lucen como melancólicos monstruos marinos en espera del agua para volver a la actividad. Estas son las estaciones para la pesca que existen durante varios siglos en la costa atlántica de Francia, y constituyen parte del patrimonio cultural inmaterial de ese país desde este año.

Filiberto llegó a Noirmoutier en el 674, fundó un par de monasterios y organizó las labores de recolección de la sal, a la vez que fomentó la construcción de diques para protegerse de los embates del mar. El ser humano comenzó a transformar el paisaje.

Poco a poco se logra la desecación de marismas; al ganar tierra al mar se inicia la siembra de patatas, que derivan en una variedad única a Noirmoutier. Aún es famosa, sin embargo, su sal, oro blanco, obtenida en piscinas de evaporación de agua de mar.

Atardece y yo disfruto de una crepe acompañada de sidra, ambos productos tradicionales de la Bretaña, frente al cerro de encinos junto al mar. Estamos hechos de momentos especiales; a veces los recordamos conscientemente, a veces como un sueño. (O)