Parece que poco a poco la gente se va acostumbrando a las mismas metáforas de la vida. Hace algún tiempo, escribí­a en esta columna el Manual para subir montañas, y de repente me encuentro con un lector en Hamburgo que decide compartir conmigo su experiencia respecto a las escaladas de la vida. Descubrió en qué hotel estoy alojado. Tiene una serie de crí­ticas sobre mi página de internet. Hace comentarios duros, y después pregunta:

—¿Puede hacerse una foto con mi novia?

Claro que puedo. Coge el teléfono móvil, aprieta un botón, no dice nada, y un minuto después aparece su novia.

Nos hacemos la foto, pero la pregunta que sigue es más intrigante:

—¿Puede un ciego escalar el monte Everest?

—Creo que no —respondo.

—¿Por qué no responde: “Tal vez”?

Ya estoy casi convencido de que tengo delante a un “optimista compulsivo.” Una cosa es que el universo entero conspire para que se cumplan nuestros sueños; otra cosa es colocarse frente a desafí­os absolutamente innecesarios, que pueden acabar en accidentes fatales o en fracasos previsibles.

Explico que tengo que salir por un compromiso, pero el lector no se rinde.

—Los ciegos pueden escalar el Everest, la montaña más alta del mundo (8.848 metros). No solo pueden, sino que sé que por lo menos uno de ellos lo ha hecho. Su nombre es Erik Weihenmayer. ¿Su compromiso puede esperar?

Si ha citado un nombre, puede que exista una historia interesante. Mi compromiso puede esperar, por supuesto.

—En 2001, Weihenmayer lo consiguió. Y, mientras tanto, la gente se queja por no tener un coche mejor, ropa más elegante o un sueldo a la altura de sus necesidades.

—¿Está usted seguro de que lo consiguió?

—Busque en internet. Pero lo que me fascina es que Weihenmayer sabí­a exactamente lo que querí­a: transformó su vida en aquello que él pensaba que debí­a ser. Tuvo el valor de arriesgarlo todo para conseguir que el universo conspirase a su favor.

Estoy de acuerdo. El lector continúa, como si mi actitud ya no le interesase más:

—Si una persona sabe lo que quiere de la vida, reúne todas las condiciones para hacer que se cumpla su sueño. ¿No fue usted mismo quien lo dijo?

Claro. Pero existen lí­mites, como ciegos escalando la montaña más alta del planeta.

—Y si las personas no tienen sueños, ¿qué tienen que hacer?

—Pensar en algo que les gustarí­a estar realizando y dar el primer paso —respondo—. Sin miedo a errar. Sin miedo a herir a los que se “preocupan” por su comportamiento.

—¡Eso! —dice el lector, identificando claramente por primera vez mis ideas—. En seguida nos damos cuenta de que para lograr lo que queremos es preciso correr riesgos. ¿No es eso lo que dice usted en sus libros?

No solo lo digo, sino que también procuro hacer honor a esas palabras. Pero nuestra conversación es interrumpida: ha llegado la hora de atender el compromiso que me trajo a Hamburgo. Agradezco su atención, le pido que me enví­e sugerencias sobre mi página web, nos hacemos una foto más y nos despedimos.

A las tres de la mañana, regresando del evento, meto la mano en el bolso para sacar la llave de la habitación y descubro el papel en el que habí­a anotado el nombre. Pese a que dentro de unas horas tengo que viajar a El Cairo, enciendo el ordenador, y allí­ está:

“Erik Weihenmayer es un atleta, aventurero, autor, activista y orador motivacional estadounidense. Fue la primera persona ciega en llegar a la cima del monte Everest, el 25 de mayo de 2001. Como resultado de este logro, apareció en la portada de la revista Time. Recibió el premio que otorgan ESPN e IDEA por su valor al ir más allá de los lí­mites que su condición fí­sica permití­a. Además del Everest, ha escalado las otras siete montañas más altas del planeta, entre ellas el Aconcagua (Argentina) y el Kilimanjaro (Tanzania)”.