Aunque muchas veces no reparemos en ello, cuando nace un bebé, también nacemos como mamá, y ese tránsito que a veces parece asemejarse a la locura, como lo describe la escritora argentina Laura Gutman en su libro Maternidad y el encuentro con la propia sombra, también despierta en nosotras otros sentimientos que antes no habíamos experimentado. Uno de los principales: la culpa como una constante en el ejercicio materno. Nace un bebé, nace una madre… y nace la culpa.

Primero nos atraviesa en pleno puerperio, cuando no atinamos a saber por qué llora el bebé, cuando no logramos establecer la lactancia materna o cuando optamos por dar fórmula. En medio de esa revolución de hormonas, cuando los planes o la forma en que imaginamos nuestra maternidad no resultan, sentimos culpa. Creemos que algo no estamos haciendo bien y que no estamos dando lo mejor a nuestro hijo.

Y ni hablar de cuando la jornada ha sido extenuante y queremos solo una escapada al supermercado (una de las primeras salidas más placenteras de las madres cuando vivimos el puerperio), cinco minutos para bañarnos sin que se despierte y llore, hacer ejercicio o salir a tomar un café con una amiga. Nos sentimos culpables por tener ganas de vivir todo eso y, cuando nos damos cuenta de que es perfectamente normal y nos animamos a hacerlo, sentimos culpa por haberlo dejado.

La culpa va mutando, pero nos sigue acompañando. Del puerperio salta al trabajo.

Qué día más desolador aquel en el que volvemos a nuestra empresa luego de la licencia por maternidad y tenemos que dejarlo con una abuela o familiar (si tenemos mucha suerte), con una niñera o en una guardería. Después nos acostumbramos a la dinámica, pero nos da culpa tener que poner lo laboral por sobre su cuidado. Pero si nos quedamos en casa también tendríamos la culpa de dejar de lado nuestra profesión cuando nuestra mente y nuestra economía necesita que trabajemos.

La maternidad no conoce de puntos medios y siempre nos pone en una relación de amor-odio constante. Pasamos de consentir a reprender y, cuando reprendemos (incluya gritos de por medio en algunas ocasiones), nos sentimos mal porque podríamos haberlo hecho mejor o de otra forma. ¡Seguramente!, pero fue la mejor manera que encontramos en ese momento.

Odiamos la culpa. Nos alcanza a todas, pero, como en la maternidad misma, vamos aprendiendo —a prueba y error— a convivir con ella. El desafío no sé si es vencerla, pero sí tener claro que lo estamos haciendo bien y que todo aquello que nos haga sentir bienestar a nosotros también lo hará con nuestros hijos. (O)