Hace un poco más de cuatro años escuché por primera vez esta terminología, aplicada a la política. Mientras un experto en campañas electorales explicaba a un grupo reducido sobre los hallazgos de una investigación de campo que había realizado su equipo, empleó la expresión ‘metro cuadrado’ para identificar a ese espacio personalísimo del ciudadano, en el que vive con sus seres queridos que dependen de él y las necesidades básicas de esa unidad familiar: comida, vivienda, seguridad, trabajo, salud y educación.

Intentaba explicarnos por qué la gran mayoría de las personas entrevistadas en el referido estudio no consideraba problemas importantes del país la corrupción, el centralismo, por ejemplo, la democracia o la libertad de expresión como necesidades sociales prioritarias que afectan su vida.

Que para la gran mayoría de los ciudadanos, las prioridades al salir cada mañana de su casa (los que tienen techo) son conseguir lo suficiente para darles de comer a sus seres queridos ese día, regresar a casa vivo, esquivando en el camino toda esa selva de violencia que atenta contra la vida de las grandes mayorías y contra la que luchan todos los días.

Que ruegan todos los días por no enfermarse, ser herido en un asalto o atropellado al cruzar una calle; porque si ello ocurre, no hay sistema de salud que los ampare, porque debido a su informalidad no están afiliados al seguro social; y si los afiliados viven un vía crucis para ser atendidos, ellos sí que no tienen la menor posibilidad de acceder a una cama.

Que para las grandes mayorías, las que ponen presidentes, esas entelequias que discutimos en la prensa formal, en los programas de opinión, en los foros intelectuales o en los cocteles sociales, son irrelevantes; que cuando la prioridad es sobrevivir, no hay tiempo para esos lujos.

Por eso hay que entender a la incomprendida clase política (sin duda en deuda con el país desde siempre) cuando en tiempo de elecciones intenta llegar con un discurso esperanzador y sustentado en esas prioridades; en esas preocupaciones del metro cuadrado del ciudadano. Porque esa es la principal preocupación del 98 % de los ecuatorianos. Porque hay que estar en sus zapatos (los que tienen) para comprender su lucha, sus sacrificios, sus frustraciones, sus dolores y sus sueños.

Y mientras quienes tenemos la bendición de vivir otra realidad; mientras las élites políticas, sociales, económicas e intelectuales no hagamos lo indispensable, al menos, por cambiar las condiciones de ese metro cuadrado, y por qué no, expandirlo, no podremos avanzar como sociedad a discutir, allí sí, sobre modelos de gobierno, democracia, centralismo, libertades, corrupción, etcétera.

Concluyo esta columna asegurando que la culpa de tener los gobiernos que tenemos no es de las grandes mayorías. Nada tan infame como siquiera sugerirlo. Ellos sobreviven, olvidados, discriminados y maltratados por una sociedad indolente. No se les puede pedir que hagan el trabajo de quienes, por el contrario, deberíamos desde el Estado mejorar las condiciones de vida de esas mayorías, para incorporarlas al ejercicio democrático de hacer un mejor país.

Ese sigue siendo el gran desafío. (O)