Hay maestros que llegan a nuestras vidas para enseñarnos a ver el mundo con otro lente, a apasionarnos por las cosas que parecen complejas, esas que nos obligan a romper nuestros propios límites; por las materias que parecen innecesarias, obsoletas y por las lenguas antiguas que consideramos irrelevante conocerlas, aprenderlas o incluso entenderlas.

Son maestros que nos enseñan a disfrutar la vida a las siete de la mañana, cuando llegábamos como pollitos recién nacidos a nuestro primer día de clase, para hacernos crear conciencia de que se necesitan valores para vivir en sociedad y que tenemos la posibilidad de darle una oportunidad a esta profesión que tanto necesita de personas honradas en su práctica.

Hoy quiero hablarles de un maestro que ha sido una parte fundamental de los jurisconsultos cuencanos, como solo él nos decía a sus alumnos. El doctor Jorge Morales fue nuestro profesor de Derecho Romano y de la rama sucesoria del Derecho. De baja estatura, con un espeso bigote y un corte de cabello como su sello personal, es un personaje al que recordaremos siempre.

Llegaba a clases un poco antes de las siete de la mañana, para empezar en punto, sin faltar ni un solo día –impajaritablemente–. Cuando su maletín tocaba el escritorio, nos pedía rápidamente que “echemos candado” a la puerta, dejando a los que se les quedaron pegadas las sábanas fuera de la clase. Muchas veces les pasaba papelitos en los que dibujaba relojes por debajo de la puerta para que dejaran de tocar, porque una vez dentro, ese reino romano no se abría hasta la siguiente hora. Usaba casi siempre camisa de manga corta, sin importar si el pronóstico del tiempo recomendaba algo de abrigo, y en el bolsillo llevaba siempre mentitas, las cuales se comía “sigilosamente” durante la clase.

Con el doctor Jorgito aprendimos obligados, al revés y al derecho, los aforismos jurídicos en latín y el título preliminar del Código Civil ecuatoriano a partir de su peculiar manera de tomar la lección con fichas en donde estaban todos los números de la lista. Puedo decir que, con esas lecciones a esa hora de la mañana, entendimos lo que era la paciencia, pero sobre todo la pasión por enseñar el origen del derecho que practicamos. Si en sus clases no sabíamos sobre lo que hablaba, nos sentenciaba con una ida al panteón... era tan singular.

Cada día que pasa, estoy más segura de que vamos a recordar toda la vida a los maestros como él, quienes nos educaron con tanto cariño e integridad. Esos maestros que nos forman más allá de las aulas y para mucho más que la profesión, nos enseñan cómo debemos vivir la vida, aquellos que saben y practican que la mejor manera de enseñar es con el ejemplo.

En memoria al maestro extraordinario y ejemplo de profesional y de ser humano, al doctor Jorge Morales Álvarez, quien deja una huella imborrable en el camino y corazón de todos quienes pudimos compartir un pedacito de su larga vida de más de 3.000 años, como él decía. Que nuestro cariño llegue a su cielo romano, el cielo que aseguraba lo vio nacer y al que regresó. Requiescat in pace. (O)