En 1931 el Instituto Internacional de Cooperación Intelectual de la Liga de las Naciones le solicitó a Albert Einstein que seleccionara un tema de su interés sobre el cual debía entablar un diálogo con algún intelectual de su preferencia. El famoso físico alemán decidió abordar el tema de cómo librar a la humanidad de las guerras y para ello invitó a Segismund Freud a dar su opinión. Probablemente Einstein pensó que Freud era la persona indicada para dar con una solución a tan acuciante mal. Después de todo, Europa aún no se recuperaba de la traumática carnicería de la Primera Guerra Mundial, donde más de 20 millones de personas, entre civiles y militares, habían muerto. Es más, los aires de un nuevo conflicto habían comenzado a soplar entonces. El fascismo y el comunismo, liderados por autócratas como Mussolini, Stalin y Hitler, habían ascendido a la escena mundial: “hombres fuertes” que denostaban a la democracia y principios liberales.

Monstruos en Florida

La respuesta que Freud envió no llenó las expectativas de Einstein. El fundador del psicoanálisis no dio ninguna solución a las guerras, y no la dio porque, a su juicio, no existe dicha fórmula. La violencia es un elemento intrínseco del mundo animal, y especialmente de los humanos; movido por un deseo de destrucción, la violencia, la agresividad y la lucha forman parte de su ser. En realidad, el tema ya lo había abordado Freud dos años antes en su libro La civilización y sus descontentos. Allí había observado, entre otras cosas, que la agresividad crecía con el avance de la civilización. Una paradoja, sin duda, pero que años más tarde se vería tristemente confirmada cuando la humanidad desembocó en un nuevo conflicto. A esta observación sombría de Freud se han ido sumando otras que de manera similar enfatizan aspectos biológicos y psíquicos del individuo al tratar la guerra. Pero hay otras explicaciones que parten de una perspectiva casi opuesta, aunque con similares conclusiones. Disciplinas como la ciencia política, la historia o la teoría de las relaciones internacionales prefieren ver a las guerras como respuesta a factores de seguridad, hegemonía cultural o dominio económico. En un mundo estructuralmente anárquico, por la ausencia de una autoridad central, las guerras son un elemento sistémico y consustancial con los Estados. Esta inevitabilidad del fenómeno bélico ya lo habían adelantado pensadores como Tucídides, Maquiavelo y san Agustín, este último forjador de la teoría de las “guerras justas”.

¿Nos escuchamos?

Es una ilusión creer que habrá un acercamiento entre los Estados Unidos y China. Faltan incentivos para ello. En el pasado los dos países llegaron a entendimientos, es verdad. El primero fue para neutralizar a un enemigo que tenían en común: la Unión Soviética. Y el segundo fue durante los años cuando las élites de ambas naciones estaban firmemente comprometidas con la globalización económica. Hoy esos factores han desaparecido. Por un lado, Moscú y Pekín son ahora sólidos aliados. Y, por el otro, un creciente nacionalismo tanto en China como en Washington han minado a la globalización hasta convertirla en el chivo expiatorio de todos los males sociales. Más grave, parecen empeñados en demoler el orden internacional forjado a partir de 1945, un orden que por ochenta años ha evitado una conflagración nuclear. (O)