La política y el diálogo debieran ser una dupla inseparable. Es bastante difícil entender a la primera si no se construye sobre la base de la segunda. Esa sencilla ecuación sirve para priorizar los temas que deben ser abordados con urgencia en una sociedad, para que estos no se vuelvan un bumerán para quienes ostentan el poder.

Sin embargo, en el país esa es una tarea de titanes. Y no es solo por la irresponsabilidad de los actores políticos, sino por nuestra cultura, en donde hemos priorizado y establecido como forma de vida la confrontación, la ley del más fuerte y el triunfo del más vivo o del sapo.

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Es tan arraigado este comportamiento que lo vemos reflejado en los actos más sencillos de la vida cotidiana. Para explicarlo mencionemos únicamente el comportamiento de los conductores de vehículos y motocicletas.

Imaginemos que quedamos atrapados en una congestión vehicular, en una intercepción donde no hay semáforos ni policías metropolitanos, siempre –y esto es sin excepción– habrá algún conductor que aplastará la bocina de su auto para presionar al vehículo que está adelante, a pesar de saber que el cruce solo se logra cuando algún conductor cede el paso o ingresando el vehículo poco a poco, para obligar al otro a parar. No hay respeto ni consideración. Lo que hay en ese comportamiento es la búsqueda de la confrontación. No importa que en el vehículo al que tanto pita puede haber una madre con su bebé de meses, una persona de la tercera edad conduciendo, una persona con una crisis nerviosa o afrontando cualquier situación. No, en eso no se piensa.

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También están los motociclistas que arman dos carriles extras al ir entre los vehículos y a quienes nadie dice nada. Las autoridades no pueden, porque hacen lo mismo. Esos conductores se consideran a sí mismos como vivísimos, porque no hacen fila y pueden ir más rápido. Y si algún vehículo los topa, saben que quien lleva las de perder es el dueño del auto.

Al momento de parquearse tampoco faltan los sapos. Aquellas personas que lanzan sus vehículos encima de otro que simplemente sí hizo la fila para poder ocupar el espacio que queda vacío. No se puede decir ni hacer nada porque se baja más enojado y en posición de pelea por si alguien piensa en quejarse.

Este tipo de comportamiento se puede ejemplificar en cientos de actividades diarias, incluso dentro de las relaciones personales, porque nos es bastante lejana la cultura del diálogo y de la tolerancia.

Para mejorar como país debemos ejercitar la capacidad de negociar y conversar. Con ello no solo mejorarán las relaciones personales y profesionales, sino que como ciudadanos podremos exigir que la clase política también dialogue, que acuerde.

Es tan titánico el trabajo pendiente para que la política deje de ser fuente de discordia, polarización, corrupción, populismo... que cualquier esfuerzo que se haga para mejorarla suma y esa es la oportunidad que no debemos ni podemos dejar pasar. (O)