Nuestra forma tradicional de hacer política y hacer industria es a partir de la escasez, no solo de recursos económicos sino principalmente de voluntad o capacidad política para transformar lo que se necesita activar: el crecimiento productivo y comercial. Un desafío poco atractivo al tratarse de una transformación de mediano y largo plazo, pero que no afrontarlo nos obliga a vivir hoy las consecuencias del desempleo, la informalidad, la pobreza y la migración.

Justificar la intervención del gobierno en el sistema productivo y los patrones comerciales a través de la política industrial exige romper el paradigma del poder del mercado como único habilitador del desarrollo productivo y entender la intervención gubernamental como una alianza complementaria que acelera la identificación de diversas fuentes de crecimiento, el desarrollo de nuevas capacidades productivas, garantizando el suministro de servicios públicos que mejoren la productividad industrial y la competitividad comercial. Una política pública que protege sectores productivos sensibles de malas prácticas comerciales y asegura una competencia abierta, en igualdad de condiciones.

La industria moderna atraviesa tres grandes presiones: la transformación tecnológica, la sostenibilidad ambiental y la inclusión social. Transformaciones que exigen el diseño de una política industrial dinámica donde capital, tecnología y trabajo respondan no solo a los nuevos estándares industriales, sino también a la relocalización del encadenamiento productivo como consecuencia de la presión geopolítica. Por ejemplo, Estados Unidos, a través de la Ley Chips y Ciencia, busca expandir su industria de semiconductores, o la Ley de Reducción de la Inflación (IRA) acelera la transición de la industria energética; dos leyes que han impulsado a México a emitir un decreto, la semana pasada, para impulsar inversiones productivas por el fenómeno de nearshoring, donde establece deducciones fiscales aceleradas de inversión, que varían del 56 % al 89 % en el 2023 y 2024; y además garantiza una deducción adicional del 25 % durante tres años

para gastos de capacitación de trabajadores, enfocándose en el desarrollo de capital humano. Los diez sectores que incluye este decreto son altamente exportadores: componentes electrónicos, semiconductores, baterías, motores, equipos electrónicos, fertilizantes, farmacéutica, agroindustria, instrumentos médicos y cinematografía.

Integrar la política industrial como un objetivo estratégico para salir de la trampa del estancamiento productivo y la desindustrialización que caracteriza a nuestro país es necesario, urgente y responsable. Exige un liderazgo político industrial que se libere de la mentalidad de la escasez, que aspira a gestionar la carencia y sentirlo como logro político. Cuando la industria se convierte en política debe emerger una nueva mentalidad: más ágil, flexible y colaborativa para responder a los desafíos de los mercados y a transformaciones comerciales; un liderazgo que gestiona la creación de prosperidad social. Esta mentalidad diferenciaría al próximo gobierno si aspira a extender su periodo presidencial. (O)