La cultura política no es una definición vacía, pero sí es muy manipulada, al igual que muchos términos que se utilizan para hablar de la política. De manera breve, diré que es la manera como las personas entienden, se relacionan y llevan a la práctica ciertos valores en el marco de una democracia debilitada, para referirme a nuestro país. Es decir, la cultura responde a qué piensa la población de las instituciones, cómo las evalúan, su grado de participación o no en la actividad política, la manera de cumplir la ley, su relación con el otro en la construcción de ciudadanía, en ese bucle entre exigencia de derechos y cumplimiento de deberes. Por tanto, sí se pude decir que hay rasgos reiterativos a lo largo de la historia que nos explican cuál es nuestra identidad.

También hay ciertas expectativas en torno a este debate, en el sentido de conocer si, efectivamente, la cultura política de la mayoría de la población se expresa en la actuación de los políticos que tenemos; o si, acaso, las aspiraciones de la gente están muy lejos de la gestión de sus líderes. ¿Los políticos son el reflejo de la cultura política? O ¿La cultura política explica los políticos que tenemos? ¿Qué es lo primero: el huevo o la gallina? Más allá de las respuestas, sin embargo, la actuación de quienes hacen política ha sido la misma en la búsqueda de soluciones a las crisis económicas e institucionales y casi ninguna a la descomposición social, la violencia y la delincuencia.

Hay un patrón que se repite en la cultura política de quienes han manejado el poder, indistintamente del partido al que han pertenecido y de la ideología que han profesado, si es que hubo alguna vez ideología. Por ejemplo, se han aplicado las mismas fórmulas en tiempos de desinstitucionalización y desapego cívico: refundar la patria con constituciones sastre, porque estuvieron redactadas a la medida del poder de turno y por esa misma razón tenemos 21. Actualmente, hay voces que repiten en coro que se debería propiciar otra carta magna, como si el desmantelamiento de lo que hay nos garantizara un mañana mejor. Entonces, los remedios son peores que las enfermedades.

Esta práctica refundacional ha naturalizado la idea de que nada pasado vale, sirve y se debe fortalecer, pues basta que alguna acción positiva, programa u obra haya sido realizada por un contrario para que sea enterrada en la historia, descalificada y denostada. Entonces, la primera decisión de quien gana las elecciones es construir su identidad e imagen, desmereciendo cualquier antecedente. Así, nunca se construye un proyecto de Estado nación, pero sí una cobija llena de retazos de telas diferentes y colores distintos. Este afán del gobernante de turno por dejar una impronta y diferenciarse de su antecesor exacerbó la personalización de la política: yo soy el único que valgo, el elegido, el ungido por el pueblo. Habría que explorar aún más, porque el pueblo repite también la misma fórmula con los mismos contradictoriamente. En América Latina se observa un descenso en la aceptación de la democracia y Ecuador no es la excepción. Para el conformismo, mal de muchos, consuelo de tontos. (O)