La reciente eliminación del subsidio al diésel es un tema central para la economía y la sociedad. Hay quienes consideran que es una medida equivocada; otros creen lo contrario. Lo primero que debemos plantearnos es a quién benefician los subsidios; lo segundo: si ese beneficio amerita el sacrificio fiscal, y en qué proporción; y lo tercero: qué tan eficiente es el subsidio.
Filosofemos un poco, pero con sustentos reales. Recordemos: Abdalá Bucaram cayó cuando quiso eliminar el subsidio al gas. Lenín Moreno casi cae cuando quiso eliminar el subsidio a varios combustibles. En este caso llamó la atención la organización de las protestas y la vehemencia de las manifestaciones, que incluyeron el ataque a bienes públicos.
La economía y la sociedad deben funcionar sobre la base de la realidad. Los subsidios constituyen una política pública excepcional, temporal y necesariamente eficiente. Son eficientes los subsidios cuando benefician a quien realmente los necesita. Por eso los subsidios deben ser “focalizados”. El carácter lineal del subsidio al gas es un insulto al sentido común: los pobres y los ricos pagan el mismo precio por la bombona de gas. Solo los pobres deben recibirlo. Han pasado los años y seguimos en las mismas. Los “estudios”: muy bien, gracias. Lo que se gasta en subsidios irracionales puede servir para dotar de medicinas a los hospitales públicos, para mejorar la situación de las escuelas públicas, etc. El subsidio al diésel está bien eliminado. La economía debe sincerarse. Los vehículos de lujo pagan el mismo precio del diésel que los transportistas. Eso es irracional. Lo que hay que hacer es compensar adecuadamente y con eficacia a quienes lo merecen, como los transportistas públicos. El Gobierno debe dar una lección de eficacia en cuanto a esa compensación: debe ser oportuna, bien diseñada, focalizando óptimamente a los beneficiarios. Si la compensación se atrasa se perderá totalmente la credibilidad. Hay que resistir a las protestas que se vengan. El Gobierno debe librar otras batallas, como el abastecimiento oportuno y completo de las medicinas en los hospitales públicos. Me temo que, en general, las reformas que se han hecho recientemente a la ley de Contratación Pública son pésimas para la agilidad y eficacia de la administración pública. Licitaciones desde diez mil dólares y consultorías públicas desde el mismo monto: ¡insólito! Parecen reformas hechas con maldad para el fracaso de la administración.
Por otro lado, creo que los concursos para la designación de altísimas autoridades del Estado deben eliminarse. Como regla esos concursos están devaluados. La “meritocracia” terminó siendo una burla. Muy pocos creen en el “filtro” para esas designaciones. Los nominados por el Gobierno o la Asamblea Nacional deben poder someterse a impugnaciones públicas en un tiempo prudencial.
Soy totalmente partidario de que la Asamblea Nacional designe a esas altísimas autoridades del Estado. La sociedad tiene derecho a la transparencia. El Gobierno debe asesorarse bien. Ahí está la mitad de la solución, creo yo. El éxito del Gobierno nos beneficia a todos. (O)