Este concepto estuvo presente, hace algunos años, en los ámbitos empresariales, académicos y ciudadanos. Se hablaba con entusiasmo sobre las competencias que debían desarrollarse en colaboradores, estudiantes y en la gente en general, relacionadas con la capacidad de reacción frente a lo imprevisto.

Ese enfoque, valioso en sí mismo, puede conectarse con otra idea de la misma naturaleza que emergió en la pandemia del COVID-19, la resiliencia. Asumir lo inevitable y salir adelante, pese a la adversidad, fueron conductas consideradas como necesarias para enfrentar circunstancias no deseadas, superarlas y utilizarlas como elementos impulsadores de formas de vida mejores y más sostenibles.

Todos somos ejemplo

Tanto la primera aproximación relativa a la imprevisibilidad consustancial al escenario vital, que no depende únicamente del deseo y de la voluntad, sino que está conformado por una serie de elementos autónomos a lo que quiere y puede el ser humano; como la segunda perspectiva, que apunta a la necesidad de asumir esas realidades, vivir con ellas e intentar prosperar, analizan únicamente las reacciones humanas frente a esas circunstancias.

Propongo que, para enfrentar la inevitable incerteza o potenciar la resiliencia como actitud deseada, es necesario buscar los referentes con los cuales las personas y los grupos humanos justifican su existencia y dan sentido a sus vidas. De esta forma, la educación para la incertidumbre sería aquella que fomenta y permite el desarrollo de procesos de introspección con el fin de encontrar los necesarios fundamentos para vivir, aportar y proyectarse.

Inicio de clases y felicidad

Por eso, es esencial que en las organizaciones se trabaje sobre su identidad y se fomente el sentido de pertenencia de sus integrantes. Para hacerlo, los elementos referenciales son discursivos como la historia de la organización, su visión y misión, sus principios y valores. Desde esa conciencia forjada en procesos de formación interna, los sustentos culturales se fortalecen y el grupo puede transitar por los espacios de lo incierto y hacer frente a la adversidad. En el sistema de educación también se debe trabajar en la búsqueda del sentido de vida de cada estudiante, porque las vicisitudes consustanciales a la existencia son mejor asumidas desde las certezas internas de cada persona que pueden ser de índole social, moral, política o espiritual. Lo mismo acontece con la población. Son los fundamentos sólidos los que mejor permiten vivir y resolver la incertidumbre, así como asumir lo inevitable del dolor, el fracaso y la tragedia.

Dejar de lado al referente y sustituirlo por la reacción sin sustentos culturales es en la vida personal y en la social la peor manera de buscar la sostenibilidad. Una parte importante de la humanidad contemporánea, sobre todo occidental, reniega desde hace siglos de sus soportes tradicionales y se entrega jubilosa a la veleidad del desarrollo de la ciencia y de formas de convivencia que los transgreden institucionalmente.

El pesimismo apocalíptico que agobia a tantos puede explicarse en parte, porque se enfrenta a la incertidumbre desconectándola del rol esencial de los clásicos fundamentos morales de la civilización. (O)