Cada día tomamos decisiones, y varias de esas acciones implican beneficiar a unos y perjudicar a otros. De ahí que quienes ejercen el poder deben analizar todo, valorar los elementos a profundidad y comprender los escenarios. Sin embargo, dichas tareas serán mucho más fáciles si se rodean de personas que posean conocimiento suficiente y valores profundos.

Es cierto, decidir nunca fue fácil. Así lo planteó el alemán Hans Welzel (en 1957) a partir de un caso que puede resumirse de la siguiente manera. Un tren sin frenos va a embestir a otro (que está lleno de pasajeros). Una persona puede desviar la ruta del tren; pero, al hacerlo, matará a un grupo de personas que están en el otro carril.

La pregunta de Welzed es: ¿cómo valorar la responsabilidad de quien puede desviar el tren? Posteriormente, dicho dilema se ha actualizado en otras versiones (como las de Philippa Ruth Foot o Lionel Adolphus Hart). No obstante, no cambia la pregunta ¿qué haría usted?

El ‘mindset’ de Guayaquil

Lo que más trasciende

El problema tiene varios lados. Por uno, la intención de quien puede tomar las decisiones. Por otro, las consecuencias de sus decisiones y el dolor innegable que de todas maneras causará. Además, todo puede complicarse si identificáramos a quienes se encuentran en cada carril o si a ambos lados hay alguien a quien amamos.

Desde la filosofía hay posibles respuestas para decidir. La primera, podemos elegir aquello que produzca más bienestar y las menores pérdidas posibles (Jeremy Bentham). La segunda, en una línea similar se planteó cuantificar el daño e identificar aquello que será útil a largo plazo (Stuar Mill); esas perspectivas demandan mucho análisis de quién, cómo, cuándo, dónde, por qué y la capacidad de pensar en los escenarios futuros. La tercera, desde las corrientes de izquierda reduce el beneficio colectivo por encima del derecho individual.

Pero son justamente los derechos individuales, las condiciones singulares y las historias únicas los que llevaron a los movimientos sociales a defender a la persona en su particularidad y comprender las circunstancias que le rodean. Si solo se pone énfasis en el resultado, nos acusarán de utilitaristas. Si se opta por la motivación caeremos presa de las excusas, que justifican incluso hechos atroces.

Volvamos al dilema del tren o tranvía (como se popularizó en esta época) y ubíquese imaginariamente usted como el obligado a tomar la decisión. Recapitulemos sus opciones: puede cambiar el carril, dejar que el tranvía avance y choque con otro; pero también puede decidir no hacer nada, con lo cual incurriría en negligencia.

De todo aquello aprendemos que hagamos lo que hagamos, siempre alguien estará inconforme y alguien nos juzgará desde el dolor que le causemos al tomar una decisión. Lo importante será entonces analizar ¿quién nos juzgará?, ¿qué consecuencias traerán nuestros actos?, ¿qué futuro construimos con cada decisión?

El dilema del tranvía nos obliga a razonar, a buscar cifras y tejer escenarios. Ojalá ese sea el ejercicio diario de quienes deciden y lo hagan después de analizar profundamente todo, porque su pueblo estará ahí para juzgarlos. (O)