¿Es posible convertir la interpretación de un cuadro en una novela casi policial? Jean-Philippe Postel lo ha hecho en su pequeño libro El affaire Arnolfini. Investigación sobre un cuadro de Van Eyck, publicado este 2023 por la editorial Acantilado en su colección Cuadernos. Por supuesto, no se trata de cualquier cuadro, y menos aún de cualquier pintor. Jan van Eyck es uno de los mayores artistas de la escuela flamenca de pintura, que se desarrolló en el norte de Europa entre los siglos XV y XVI, antecesor del estilo cristalino y preciso de pintores como Vermeer. Herederos del estilo gótico, los flamencos se preocuparon por profundizar en las técnicas de la perspectiva y de la luz, en un afán minucioso y detallista, con escenas marcadamente inmóviles, casi nerviosamente paralizadas. Pero debajo todo tiembla. Así lo demuestra Postel recabando una síntesis de la aventura que ha sido la supervivencia de ese cuadro con más de quinientos años. El cuadro tiene una firma del pintor que es el primer enigma porque dice: “Jan van Eyck estuvo aquí. 1434″ ¿Estuvo allí pintándolo o estuvo en el sitio o es él el personaje al que se llama Arnolfini? El cuadro pasó a la colección de Diego de Guevara, quien se lo obsequió a Margarita de Austria, luego llegó a las colecciones de Felipe II, en España, donde permaneció hasta que terminó expuesto desde 1843 en la National Gallery, en Londres. En los registros e inventarios, llama la atención de Postel que Margarita de Austria indicara que los postigos de protección del cuadro se mantuvieran con una cerradura para que no se viera el cuadro. Lo cierto es que durante cuatrocientos años el cuadro no fue asequible para el gran público. La interrogante, ahora que es público, sería saber si los espectadores realmente ven lo que el cuadro sigue ocultando a la vista de todos.

Me tomó mucho tiempo apreciar la pintura flamenca. Acostumbrados al movimiento, a las turbaciones de la imagen y la agitación cromática, a las declaradas intenciones de los personajes y los artistas, cada vez más enfáticos, e incluso a las provocadoras desfiguraciones de la pintura expresionista y abstracta, la detallada y silenciosa pintura de los flamencos no se ofrece con facilidad. Hay que detenerse en ella, no solo para compenetrarse con el cuadro –como suelen experimentar casi en raptos místicos los seguidores de los cuadros de Rothko– sino para descubrir un recorrido de perspectiva en profundidad. Me explicaré con un ejemplo. Otro de los cuadros famosos de Van Eyck es La Virgen del canciller Rolin, de 1435, pintado un año después del cuadro de los Arnolfini. Allí aparece, al lado de la Virgen, un funcionario de la corte de Borgoña, el que da nombre al cuadro. Es una escena de adoración de la Virgen que sostiene en brazos al Niño Jesús. El motivo religioso no me había llamado la atención. Ambos personajes están en una sala que da a un mirador sobre el que se aleja el cauce de un río. No es un cuadro muy grande (mide 66 x 63 cm) y se expone en el Louvre. Si se tiene paciencia, hay que mirar lo que está detrás de los dos personajes evidentes: es como si se abriera el horizonte de un viaje. Dos personas, vestidas de rojo y azul, se asoman a un muro y contemplan algo debajo, mientras en el paisaje se revela toda una ciudad, edificios, casas, un puente sobre el río, embarcaciones, una isla en el río, decenas de personajes que apenas son puntos minúsculos en un abismo de profundidad que se sigue expandiendo con campos de cultivo hacia el horizonte en el que se desdibujan más y más colinas conforme se reduce todo en tamaño, hasta que tenemos que detenernos porque en ese viaje estamos a punto de posar la nariz sobre la tabla y que los guardias nos llamen la atención por aproximarnos demasiado. Los objetos del cuadro no se han movido. Somos nosotros los que hemos entrado en movimiento.

El matrimonio Arnolfini llama la atención por el acabado del retrato, de su vestimenta y de la pequeña habitación en la que se encuentran, tanto como las miradas inquietantes del hombre y la mujer. Hay algo turbador sobre todo en la mirada de él, que no la mira a ella, así como ella no lo está mirando a él sino a la mano que él tiene levantada. El único que mira frontalmente al espectador es un perrito, un grifón de Bruselas, que está al pie de los Arnolfini. Como con La Virgen del canciller Rolin, aquí hay que mirar detrás de los personajes, hacia el punto de fuga al que viaja la perspectiva. Es aquí donde Postel comienza a revelar el misterio: hay un espejo en la pared del fondo donde se ven reflejados de espalda los Arnolfini. También hay dos figuras más, de rojo y azul, que no llegan a perfilarse por lo diminuto del reflejo. Pero lo interesante es lo que no aparece: no está el grifón visto de espaldas, y las manos de la pareja que de manera tan central se tocan, tampoco aparecen. Postel sigue detallando lo que está al margen, cargado de una serie de simbolismos: los zapatos y los suecos al margen, las naranjas junto a la ventana, las figuras en la pared, la vela encendida sobre el hombre y la apagada sobre la mujer. Detalles y más detalles en un cuadro que no busca el escándalo, pero que están puestos allí, sumados a la expresión intensa, aunque inmóvil de los personajes, para que el espectador cumpla su papel en los próximos siglos. Un papel activo, en el que se aguza la mirada y se detiene el tiempo. Ese cuidado y ese detalle, sumado a la investigación del viaje de la obra, son los que dan sentido al enigma artístico. Postel sugiere que la mujer es una aparición, un fantasma, pero esto prefiero dejar que lo explique él en su delicioso libro. (O)