Inmersos en la frenética coyuntura de cada día, nos hemos construido como un país que poco o nada piensa en su pasado. La historia del derecho en el Ecuador es, en ese sentido, una región generalmente desconocida, mínimamente estudiada, analizada casi siempre sin demasiado rigor. Increíblemente, pese a la preponderancia que hoy en día tiene esta rama, la historia del derecho constitucional ha sido una de las menos exploradas. Es por eso que resulta ciertamente significativa la publicación que realiza el Centro de Estudios y Difusión del Derecho Constitucional (CEDEC), de la Corte Constitucional, titulada: El Tribunal de Garantías Constitucionales de 1945. Orígenes de la Justicia Constitucional en el Ecuador, escrita por los investigadores Rubén Calle Idrovo, Byron Villagómez Moncayo y Dayanna Ramírez Iza.

Hagamos un viaje puramente benjamineano: Es marzo de 1945. La Asamblea Constituyente, resultado de La Gloriosa revolución que no fue, ha terminado sus funciones y le ha entregado al país una Carta fundamental, producto, inéditamente, de deliberaciones entre el inmenso bloque de representantes socialistas y comunistas, con los tradicionales de liberales y conservadores. Hay un acuerdo nacional, un pacto genuino para hacer el futuro. En 1920, Austria había expedido su texto constitucional y, siguiendo el pensamiento del maestro Hans Kelsen, se propuso resolver la pregunta: ¿quién debe ser el guardián de la constitución? Ese modelo, luego implementado por la República española en 1931, implicó otorgarle a un alto tribunal, externo al poder judicial, la responsabilidad de garantizar el cumplimiento de la constitución. Los constituyentes ecuatorianos de 1945, estudiosos de los grandes debates del derecho público de su época, incorporaron esa noción y crearon, por primera vez en nuestra historia, un Tribunal de Garantías Constitucionales.

Durante décadas se dijo que ese Tribunal no se instaló o que no hizo ningún aporte, por la efímera duración que tuvo aquel régimen constitucional: en abril del 46, José María Velasco Ibarra ejecutó el autogolpe y se proclamó dictador civil. Hoy lo sabemos: pensaba, muy a su estilo, que un Tribunal encargado de velar por la supremacía constitucional privaba de gobernabilidad al poder Ejecutivo. ¿Acaso no es esa la queja de todo autoritario al que le molestan los límites constitucionales? Con los datos que ofrece esta publicación, parecería que la labor del Tribunal, así como el alto sentido de responsabilidad de sus miembros, fue una de las causas que provocaron el autogolpe de Velasco. Por eso los persiguió.

Lo cierto es que el 29 de mayo de 1945 el Tribunal de Garantías Constitucionales decidió suspender la vigencia del artículo 1002 del Código de Procedimiento Civil de la época, por contraponerse al 160.4 de la Constitución, que prohibía la prisión por deudas. Se trataría del primer vestigio fehaciente de una decisión de control constitucional sobre una norma legal, tomada por un órgano encargado de ser, en palabras de Kelsen, el guardián de la Constitución. Antes, en 1887, el coronel liberal Federico Irigoyen fue condenado a muerte -ejecución que, por fortuna, no se cumplió- por la Corte Suprema Marcial, pese a que la Constitución vigente en la época prohibía la pena capital para crímenes políticos y comunes. El Tribunal de Garantías Constitucionales de 1945 es, entonces, el primer gran esfuerzo, demostrable y puntual, para convertir al Ecuador en un Estado constitucional.

El Tribunal estuvo presidido por el lúcido político conservador Manuel Elicio Flor, que incluso es ponente de la decisión del 29 de mayo. Pienso que ni él ni los otros miembros pretendieron pasar a la historia con su accionar, sino simplemente quisieron cumplir con su deber. Tanto es así que solo 78 años después su labor es reconocida por un equipo de investigadores, mediante un libro de pequeño formato, fácil lectura y descarga gratuita, que da unas primeras luces sobre un tema que, sin duda, deberá ser explorado a fondo por la academia del país. La escritora y pensadora española Irene Vallejo ha reflexionado mucho en El infinito en un junco sobre el papel definitivo de los libros para rescatar y preservar la memoria. Con este libro, que a quienes amamos el derecho constitucional y la historia nos puede resultar tan interesante, queda claro el sentido hondo de su planteamiento: “Sin los libros, las mejores cosas de nuestro mundo se habrían esfumado en el olvido”. (O)