Sucedió en Dion-le Mont en 1976. Del remolque del tractor bajó un torete robusto. El dueño de la finca lo puso a pelear contra su toro más viejo, al cual le había colocado una espuma protectora alrededor de sus cuernos, para no dañar al torete. Denisse Goreux, mi madre adoptiva por esos años, debió explicarme lo que pasaba: se cumplía el ciclo del toro y las 20 vacas del potrero no aceptarían aparearse con el nuevo, al menos que presencien la derrota del jubilado. Ahora miren el parecido.

León, vaquero Marlboro que gobernó el país y Guayaquil, fue un ídolo para muchos y, entre las élites, había que pedir su opinión antes de usar el cerebro. Designó un delfín que prefirió ejercer su propia autoridad. Las élites desconcertadas financiaron un fresco para conciliar las tensiones. Luego vino el comercial de la gacela que corría tras el león, alegando que el país no necesitaba dueño (que no fuera él). El delfín sacó a las calles su rebaño y el nuevo rey nunca reinó plenamente, fue un tiempo con dos toros peleando. Se fue la gacela a su ático y creyó dejar un títere que también cobró vida propia, pero no rugía.

Tampoco el sucesor, buscador de posteridad, quien glugluteó que la pelea entre el delfín y la gacela era tongo. Y luego vino el actual torete, revestido de una autoridad de tercera generación, a hacer gala de sacar de la cancha a sus oponentes, anunciando al cielo que en el país impera.

Así es la ley de la selva y los rebaños: el poder se alterna entre la dominación y la vanidad.

Y los que no estamos en el poder ¿qué? Bueno, hay de todo.

Entre otros, unos cuyo comportamiento intriga: endiosan al gobernante de turno y maldicen al anterior que antes amaban. Si en un chat uno critica alguna acción, saltan enseguida acusando de antipatria. No importa si la gestión del gobernante es, o no, la que necesita el país; lo que importa es no cuestionar al toro de turno.

Cuando veo esto, tan frecuente en ciertos ámbitos, me esfuerzo por saber si actúan por instinto de conservación o por el de las vacas necesitadas.

La economía del país está cuesta abajo. El sector público agigantado y administrado por los toros de turno. Como empleado, se gana más allí que en el sector real, el que produce. Y como empresario, no se diga: se fabrican millonarios instantáneos. Cada vez que dilapidan el último ajuste nos clavan otro, con la promesa de que los nuevos aportes serán esta vez bien gastados.

Los toros de turno y la metástasis que han alimentado controlan el sistema, cada vez más cerrado y corrupto. Nada de eso merece ser conservado.

Es la hora de la disrupción, del héroe que destruya al monstruo público y resetee al país.

La élite, de manera especial, debe asumir la responsabilidad de generar el nuevo diseño. Asustarse por la posibilidad de que gane tal o cual toro es infantil. El país no es un ring de la UFC, es el territorio que debe organizarse según un nuevo modelo y eso comienza por lo político, que es lo determinante actualmente. (O)