¿Para qué sirven las vocerías? Sobre todo las políticas. “Para mentir, engañar a la gente”, es lo primero que les salta a algunos. “Para desviar la atención”, creen otros. “Decir lo que quiere el jefe”, aseguran muchos, sea ese jefe civil o militar, público o privado. “Para amenazar, intimidar, asustar”, también se escucha. Y quizás la última opción, paradójicamente, es “para informar” porque en tiempos recientes ha sido tan deficiente esa práctica que se les ha perdido la fe.

Sí, para todo eso sirven. No cerremos los ojos. Y un buen vocero debe tener no algunas de las anteriores, sino todas esas opciones en su portafolio cuando de “enfrentar” audiencias se trata, pero con el orden invertido, el correcto, que pone ampliamente a “informar” por sobre todas las demás. Él/ella deberá decidir al andar cuál de esas herramientas utiliza y en qué momento. Con qué tono e intensidad. Cuándo hablar y cuándo callar. Cómo encauzar el debate, con eficiencia. Cómo inocular de manera natural ideas concretas que luego puedan convertirse en titulares. Y cuando le pidan mentir o amedrentar, sea su decisión muy íntima hacerlo o renunciar.

Hace muchos años no encuentro esa solvencia en quienes ponen la cara pública de los gobiernos del Ecuador, salvo honrosas, pero lastimosamente breves, excepciones como fue la reciente participación de Roberto Izurieta quien, pese a su vasta experiencia política y comunicacional, decidió alejarse del micrófono oficial.

¡Cuánto daño hizo a la transparencia esa imposición del correato de las ruedas de prensa sin preguntas! O los videos aclaratorios, por toneladas, basados en una declaración en off que reiteraba que lo que se decía desde el poder era una verdad indiscutible. Lo que eso dejó fue un profundo agujero en la práctica de interlocución entre poder y contrapoder (la prensa, usualmente) y desobligó a los funcionarios a ensayar y tener listas explicaciones eficientes, discutibles, documentadas, que satisfagan la necesidad de saber que tiene la ciudadanía, en su toma diaria de decisiones individuales basadas en información confiable y estable.

Desentrenados, ásperos, cortantes, los voceros políticos de hoy creen que ese modelo de tirar la piedra y esconder la mano es rendidor y por eso, entre otras razones, tenemos un país sumido en la confusión y fácilmente manipulable porque los vacíos de información, o los datos mal contados, son el ambiente ideal para esconder decisiones interesadas y procesos de corrupción, públicos o privados.

Es, por tanto, que el vocero no puede ser el mejor amigo ni el pariente más cercano del mandatario. El que más grita o practica karate. Tampoco quien le habla al oído al jefe y por tanto se confunde y cree tener el mismo poder que él. Menos aún puede, debe, ser un repetidor de ideas escritas en un papel. Debe estar preparado, informado y sobre todo capacitado de manera eficiente para usar la empatía como la mejor de sus armas. Un buen vocero es aquel que puede dar tranquilidad a la población en medio de una tormenta, pero uno malo puede atormentar a la población en medio de un día de calma. Ojalá regresen los que sabían capear preguntas, sin despeinarse. (O)