Una acadia de agua, cemento y tierra. Es probable, sin embargo, que el brillo en el paisaje tenga que ver con el cemento: casi cuatrocientos rascacielos, y más de cien en construcción, crean una ilusión primermundista. La caída del sol y la sombra de los edificios proyectada en el Pacífico exacerban esa fantasía. Así se ve Ciudad de Panamá desde la terraza bar Faro del Casco Antiguo, que precisamente se ubica en un punto medio entre los absurdos contrastes: el Miami centroamericano, el insolvente barrio El Chorrillo, el casco colonial, el resplandor del Canal y su infraestructura colosal, el cerro Ancón y el mar, siempre el mar.
Panamá piensa que ha conquistado el cielo y la gloria. Y lo hace a partir del signo que le dejó la portentosa historia de su canal. Uno de los esfuerzos más grandes de la especie humana para dominar a la naturaleza. O, como propone Morgan Freeman en su explicación para los visitantes de las esclusas de Miraflores, la posibilidad de servirse del agua y su fuerza para transformar la geografía. Y es que desde la colonia española el istmo fue visto como puente entre dos océanos. Primero los franceses intentaron cavar un canal como lo habían hecho en Suez. Fueron los gringos los que, por decisión de Teddy Roosevelt, apoyaron la separación de Colombia y crearon el elevado lago Gatún y un canal a través de esclusas, renunciando por lo tanto a la posibilidad de uno al nivel que el mar.
La palabra que define a esta ciudad, fundada por el sanguinario Pedrarias el 15 de agosto de 1519, es: contrastes. Los altos y glamurosos rascacielos comparten el espacio y el paisaje con la precariedad. El Chorrillo, el barrio que fue bombardeado por el ejército de Estados Unidos el 20 de diciembre de 1989, es un pedazo vivo de América Latina, con las heridas de su pobreza abiertas y visibles ante todo el mundo. A su costado, la Cinta Costera y la avenida Balboa demuestran el vibrante poder económico y los excesos del capitalismo. Al otro lado, un Casco Antiguo reconstruido como una suerte de boutique de estilo colonial, lleno de fabulosos restaurantes y tiendas de souvenirs, pero insuficiente en tanto centro histórico para alguien nacido bajo el pan de oro de la Escuela Quiteña.
Una metrópoli sin alma de metrópoli, pero sí con esa apariencia infraestructural. Pocas librerías y casi ninguna oferta teatral son la otra cara de la monera de las grandes marcas del comercio mundial, las inversiones y la banca. Las grandes fortunas del continente, también las de origen lícito, tienen allí sus reservas. La música, en cualquier caso, sí le pertenece: y quizá no exista mejor forma de entender a Panamá que con Patria, la canción del cósmico Rubén Blandes, con su voz de salsa y política. Y aunque desde el Tratado Torrijos-Carter asumieron la administración de su canal (y, de algún modo, de su destino cómo país), hoy enfrentan las embestidas verbales de la Casa Blanca contra el más pro-estadounidense de los Estados latinoamericanos, pese a que Panamá amplió y mejoró por sí solo el tamaño cada vez más colosal de esta obra de ingeniería.
El cerro Ancón es una elevación de 199 metros en el centro de la ciudad. Quizá es su símbolo olvidado, ya que tras abandonar su sitio original, hoy en ruinas, la población panameña se asentó entre este cerro y el mar. El cerro, como tantas otras cosas, estuvo bajo custodia de Estados Unidos, hasta el 1 de octubre de 1979, en que la bandera panameña volvió a izarse en su cumbre. En esa cima está también el monumento a la poeta Amelia Denis que en 1906 escribió su dolor por la ocupación extranjera, el mismo año en que Teddy Roosevelt visitó el canal y se cubrió del sol panameño con un sombrero de paja toquilla ecuatoriano, al que según la leyenda hizo famoso como Panama Hat. Porque así, tan frágiles, son los símbolos de las soberanías anheladas. El poema Cerro Ancón, de Amelia Denis, dice: “¡Cuántos años de incógnitos pesares,/ mi espíritu buscaba más allá/ a mi hermosa sultana de dos mares,/ la reina de dos mundos, Panamá!”. (O)