La que nos obligaba a ser rigurosos, veraces, consecuentes. La que nos ponía límites y nos incomodaba. La que nos ordenaba no robar, no engañar, no alentar las picardías. La que iba asociada al nombre, a la tradición, la que marcaba las profesiones, la que nos exigía distinguir lo bueno de lo malo. La que nos planteaba renuncias inapelables en nombre de lo que se llamaban valores, y a la que obedecíamos sin vacilar. La que nos protegía y era el centro de la familia.

Aquella olvidada es la honradez. La derrotaron la viveza, el cálculo, la política convertida en parodia, el olvido de la cultura del servicio. La derrotó la ambición y la cobardía.

El asunto, y el problema, entonces, va mucho más allá de hablar de las “instituciones” como lugar común, de la democracia como hipótesis, de la voluntad popular como sueño o como invento.

El problema está en cada uno de nosotros, en nuestras negaciones, en nuestras excusas, en nuestros miedos.

Está en la crisis de aquello que llaman “ciudadanía”, pero no la noción política de la palabra como clientela, ni en la idea de que el civismo es cualquier mojiganga.

La ciudadanía verdadera consiste en saber que la constitución sin país es una parodia, que las leyes sin ética son el camuflaje de la viveza, que la sabiduría sin integridad, se llama cinismo, que la ciencia sin principios puede construir “el mundo infeliz”, que la libertad no es el ejercicio abusivo de un capricho, que la responsabilidad está siempre junto a ella, y que tras el derecho está el deber.

El asunto va también por aquello de que la noticia no se debe agotar en la crónica barata, ni puede servir como espectáculo para anular la sensibilidad. El asunto es que la economía no se agota en los balances. El tema es que todos los conceptos que se repiten hasta el cansancio: país, ley, constitución, gobierno, representación, serán nociones vacías, si a ellas no les acompaña la honradez en entenderlas, la honorabilidad en servirlas, el compromiso en protegerlas. No serán nada si se las despoja de humanidad y se las convierte en retórica insustancial.

Detrás de todo esto, para que sea significativo, debería estar la sencilla honradez del hombre y la mujer de buena fe. Honradez al decir, al ejercer una función, al debatir, al trabajar. Honradez que olvidamos entre la soberbia y la prisa. Y cuya negación nos pasa la cuenta cuando las instituciones se caen, las leyes se vacían, los poderes se corrompen, la sociedad civil se calla y el miedo se impone.

Probablemente la prisa, la saturación noticiosa, las crisis de la educación, y quién sabe qué más, nos hicieron olvidar lo evidente: que sin honradez no hay país, que sin responsabilidad no hay sistema legal, que sin compromiso, no hay política que sirva ni Estado que responda. Por eso, incluso entre el estrépito de los sucesos y los afanes de dominio y de riqueza, y pese a todos los aprietos, es preciso, a veces, recordar estos temas enterrados y que incluso para algunos habrían pasado de moda: la honradez y aquello de dolerse por valores que se perdieron. (O)