La democracia es la doctrina política que atribuye el poder al pueblo. La democracia representativa asigna legitimidad para gobernar y legislar a los mandatarios y asambleístas elegidos por la mayoría. El Estado de derecho pone límites al poder, marca la cancha en la que se jugarán ideologías e intereses, y precautela los derechos de las personas. La Constitución es la regla a la que deben sujetarse todos los “jefes”.
Eso es todo.
Sin embargo, la democracia se ha convertido en una especie de nueva religión, con sus oficiantes, sus dogmas y condenas, a tal punto que cada evento electoral se percibe como un drama existencial. La politización creciente de la sociedad, la recurrencia de conflictos y pobrezas, el miedo, los bloqueos partidistas y el mesianismo que catapulta hasta lo absurdo las esperanzas de la gente transforman aquello que es asunto de responsabilidad cívica –las elecciones– en drama de sobrevivencia personal y familiar, en asunto de replantear la vida y de sentir cerca el paraíso o el infierno.
El “fundamentalismo democrático” (en palabras de José Luis Cebrian) ha desvirtuado el sistema y lo ha revestido de un grado tal de sacralidad y dogmatismo que quien se atreve a cuestionar sus modos de expresarse –por ejemplo, el populismo– se convierte en un infiel al que hay que convertir o combatir por la fuerza. Los estilos políticos latinoamericanos han migrado de la racionalidad y la tolerancia a la emotividad, la intransigencia y la exaltación, características de los fundamentalismos religiosos y de los totalitarismos políticos.
La democracia despojada de serenidad, tolerancia y racionalidad puede transformarse en un sistema de dominación, abuso y persecución, como cualquier otro de los tantos que han inventado los “iluminados” de todos los tiempos. La democracia sin Estado de derecho, sin límites al poder, sin rendición de cuentas no es garantía de las libertades personales ni aval de lo que alguien llamó la “felicidad política”. Al contrario –lo ha demostrado la historia– puede ser factor de frustración y camino a dictaduras encubiertas. Los Estados fallidos son eso: armazones seudodemocráticos edificados sobre pueblos desinformados, manipulados y empobrecidos por la partidocracia tradicional, el asambleísmo de nuevo cuño o los caudillismos redentores, que son el veneno de las libertades.
El grado de subdesarrollo político se mide por el numero de caudillos que ha tenido un país. El nivel de fundamentalismo democrático se mide por el tono de los discursos y el grado de emotividad irracional que suscitan. La democracia de movilizaciones y anuncios estrepitosos revela la inmadurez de dirigentes y pueblo. La sensación de jugarse la vida al votar y la angustia que provocan estos eventos son malos síntomas. Igual lo es la creencia, ingenua pero dogmática, de que cada vez que vamos a las urnas inauguramos el tiempo de la felicidad, abrimos otro evangelio y descubrimos el secreto de la salvación. El miedo o el entusiasmo desbordados dividen, enfrentan y niegan lo que la democracia nunca debe perder: serenidad, tolerancia y humildad. (O)