Madurez, meditación y exploración son los conceptos medulares que atraviesan el poemario Extrañamiento (Valparaíso Ediciones, 2022), de Lucía Orellana. Es la primera vez que esta innovadora poeta guayaquileña publica un libro en su lengua nativa y no en su lengua de residencia, pues tiene cuatro títulos en inglés. Lucía, en realidad, ha habitado el mundo, no solo países y ciudades, sino tradiciones culturales, espirituales y estéticas, que han enriquecido su estilo, su desarraigo y su lucidez. Doctora en Psicología Social, por la Universidad Católica de Guayaquil, y máster en Escritura Creativa en Español, por la Universidad de Nueva York; se trata de una poeta que busca, con valentía y solidez, el poder liberador del lenguaje.

Antes de hablar de la propuesta poética de Extrañamiento, pienso que cabe destacar su apuesta política e íntima, que tiene que ver con un retorno. Los grandes retornos que experimentamos en nuestras vidas no son siempre geográficos, pueden ser también conceptuales, lingüísticos o incluso metafísicos. Hay un extrañamiento en el deseo de Lucía Orellana de inscribirse en la tradición de su país y su ciudad, que son territorios de la lengua española, a la que ha retornado, en una suerte de catarsis necesaria. Me atrevo a pensar que, además de una travesía de la heroína -en el intento de darle un sentido narrativo a este acto-, hay una voluntad poderosa. No en vano la poeta ha cursado, tras tanta escritura y viajes, la maestría de Escritura Creativa en Español de la Universidad de Nueva York. El retorno ha sido una decisión consciente, porque se vuelve siempre a la infancia, al primer destello de lucidez, al origen.

Lo considero un libro de madurez por su capacidad de hacerse preguntas esenciales, que proponen indagaciones, tanto a su nacimiento en la ciudad de la ría como al hecho de haberse convertido en madre. Las corrientes filosóficas de Oriente acompañan estas búsquedas con un alto sentido de calma: “porque es muy tarde para ningún remedio”. Consciente de ser una transeúnte fugaz, no quiere perderse de nada, menos de la experimentación. Para ella el lenguaje es un lienzo en blanco que, al trabajarse con la escritura y la composición, abre las puertas de la memoria y de aquello a lo que los griegos llamaban anagnórisis: quizá fue así como descubrió que el amor no es una cerca, sino un camino.

Cada uno de nosotros puede dialogar con esas palabras, que Lucía esculpe en el viento vertiginoso de una página, como se dialoga con la curiosidad. Siempre cabe la posibilidad de que ese ejercicio se convierta para el lector en un viaje hacia el autoconocimiento. Esa es la propuesta de esta poeta. ¿Acaso existen viajes sustanciales que no sean hacia el fondo de nosotros mismos? El mundo es un pretexto para conocernos. Y eso Lucía lo sabe bien. Así como sabe que todo -como los Budas de Bamiyán- puede desaparecer. Su libro, sin embargo, nos ofrece la certeza de la compañía y la presencia entre seres humanos, mientras todo se deshace. “Cuando hay lenguaje”, escribe, “no hay ausencia, no hay ausencia de cuerpos; de barro, de papiro, de piedra”. (O)