Acostumbrados a denominar kafkiano a un trágico entrampamiento judicial, suelen pasar desapercibidas las fuentes que inspiraron a Kafka su antiburocratismo, ese rechazo al laberinto exacerbado de los procedimientos destinados a cubrir y entorpecer, con ruido y alharaca, lo que podría resolverse de buena fe. Si bien la figura de Josef K., el protagonista de El proceso, destaca porque no se conoce el motivo por el que se le acusa ante los tribunales, me ha intrigado pensar en una especie de contranovela donde el protagonista sí tiene culpa, pero se vale de todos los vericuetos y leguleyadas, incluida la reclamación de su derecho a la defensa, para ensombrecer la culpa que es nítida, evidente e ineludible, y es más: el culpable lo sabe.

Más allá del contexto de la burocracia del imperio austrohúngaro en el que nació Kafka, y del que vio su disolución, hay novelas concretas y decisivas que apasionaron al autor checo y de las que supo procesar su influencia: una es Michael Kohlhass (1808), del escritor alemán Heinrich von Kleist, y la otra es Casa desolada, de Charles Dickens, publicada casi cincuenta años después. La primera es una novela breve de unas cien páginas que se lee de un tirón. El autor ni siquiera la dividió en capítulos, sobre todo porque la escalada salvaje que provoca Kohlhaas no da respiro. Se trata de un comerciante de caballos que en su ruta habitual para comerciar, y que había realizado diecisiete veces, se encontró con un nuevo peaje impuesto por el castillo de Tronka. Aunque dijo que traería el permiso a la vuelta, no lo dejaron marchar con sus caballos. Una vez con el permiso en regla, de regreso por el castillo encontró a sus caballos maltratados e inservibles. En una sucesión de reclamaciones, donde el tribunal de Dresde y luego otras autoridades superiores no le dieron la razón, Kohlhaas se transforma: se vuelve un forajido, un guerrillero que convoca a cientos de rebeldes y se declara “lugarteniente del arcángel Miguel, venido para castigar a sangre y fuego (…) la malicia en que se ha hundido el mundo”. Quema pueblos y asesina. El pacífico comerciante de caballos es un riesgo para el reino. Al final, termina apresado. Logra que se le reconozca la injusticia que se cometió en un inicio, pero muere decapitado como sanción por la destrucción desproporcionada que causó. El relato turbador de Kleist, aunque detalla punto por punto el proceso de transformación de Kohlhass, termina por lograr la inverosimilitud que debió fascinar a Kafka. En las líneas iniciales de su relato, Kleist indica que sus vecinos lo habrían recordado como un buen hombre si no se hubiera “excedido en una virtud”: la desproporcionada búsqueda de justicia, sin importar los medios para llegar a su fin.

Con Casa desolada el problema y el tratamiento es diferente: en los tribunales de Londres, el caso Jarndyce y Jarndyce lleva años sin resolverse. La novela de Dickens, en mi edición, tiene 1.273 páginas. Este caso, se dice en la novela, “sigue zumbando como un abejorro”. Y se señala lo importante para su vinculación kafkiana: “Este pleito fantasmal se ha complicado de tal modo con el tiempo, que ya no hay nadie que sepa en qué consiste realmente” y “sigue arrastrando ante el Tribunal su espantosa desmesura en una perenne desesperanza”. Los jóvenes protagonistas de la novela se dedicarán a tratar de resolver el caso, no sin antes pasar un sinnúmero de digresiones e imprevistos. Novela admirada por Kafka pero también por Nabokov, Haruki Murakami y Kazuo Ishiguro, no puede ser resumida a riesgo de perder unos de sus elementos novelísticos esenciales: vivir la duración temporal de su lectura. En ambas novelas, la motivación inicial se ha desdibujado con el paso del tiempo, y el sentido de la justicia se difumina en una aberración.

Comentando con un abogado sobre las dificultades para abordar en una novela a un personaje perverso y malvado, al escritor no le queda más que desdoblarse y tomar distancia, no juzgarlo, un procedimiento que se aproxima a la figura retórica de la lítote, ese recurso para decir algo pero sin zanjarlo con la impronta del prejuicio. Por ejemplo, en vez de decir de alguien que es un enano, la lítote recurre a la construcción “No es una persona alta”. Esta vía indirecta evita calificar a priori y permite el desarrollo de la trama, y sobre todo el riesgo de que el escritor juzgue a sus personajes. Le pregunté al abogado cómo hacía cuando sabía que su cliente era culpable. Lo pensó unos segundos: me dijo que busca fallos en el procedimiento contra el cliente, aunque sea culpable, y busca atenuar la pena. Esa es su vía práctica. El riesgo, como bien ayudó a evidenciarlo Kafka en su preocupación antiburocrática, fue comprender las dos ficciones de Kleist y de Dickens en relación con el mundo que le tocó vivir y que se anunciaba, una completa disgregación de valores donde el recurso de trampas formales podría encubrir la culpa, la responsabilidad, los hechos en sí mismos, y disparar un juego enloquecido de distracciones y ruidos que se terminan convirtiendo en los procedimientos del mal. Y más allá todavía, en la “banalidad del mal”, la polémica expresión de Hannah Arendt sobre la estulticia de Eichmann, que sin ser un personaje perverso quiso ser un empleado eficaz de Hitler. Pretextos siempre van a sobrar.

¿Qué viene después de Kafka? En una novela de Kazuo Ishiguro, Los inconsolables, los protagonistas cargan una culpa que los atormenta. Pero no hay tribunal que los juzgue. Es su propia conciencia la encargada de ventilar los remordimientos. La paradoja es que, al ser la conciencia la responsable, esta falla en su propia consistencia cognitiva con distorsiones y desmemorias, como le ocurre al narrador, Charles Ryder, en un extrañamiento narrativo perfecto. Mal que bien, necesitamos de tribunales. El problema siempre será quienes, de mala fe, exacerban procesos para distraer de su responsabilidad. (O)