La idea de que todo es desechable, transitorio, precario, pasó insensiblemente del consumo de bienes, en donde comenzó, a las relaciones personales, a las profesiones, las instituciones, la política y la cultura.
Y con la idea de que todo es descartable y provisional, vino la sensación de fatiga, agobio y hartazgo, llegó la ausencia de horizontes y la crisis de referentes y valores. Y llegó la creencia, cada vez más extendida, de que los proyectos son para hoy, y de que, al primer escollo, hay que archivarlos, porque más que proyectos, o rutas marcadas por cada persona, son caprichos momentáneos, devaneos de un instante. Y, por cierto, creció el prejuicio de que la constancia, la responsabilidad, el compromiso, la lealtad, son disparates de viejos. Todo eso con las excepciones de rigor.
La cultura del desecho está llenando de basura los ríos, las playas, el mar, en fin, está inundando la naturaleza y quebrando las instituciones. Y, lo más grave, empieza a contaminar el alma y la cabeza de la gente: basura de relaciones frustradas, de proyectos inconclusos, de “pan para hoy y hambre para mañana”, de modas que pasan, de libros que no trascienden, de informaciones que se suplantan una por otra, de novelerías insustanciales, de discursos que no calan, de rostros que no duran.
Basura espiritual que impide la persistencia de los recuerdos y la sobrevivencia de los empeños y las memorias, que niega a personas y familias los argumentos y razones que vinculen el pasado con el futuro, y que permitan reconocer a los otros, pensar desde atrás hacia delante y construir en suelo firme.
Alguien dijo que la nuestra es una “sociedad líquida”. Es verdad. No hay ninguna estabilidad, ninguna firmeza. Nada es durable. Nada está exento de la posibilidad de convertirse en desecho, en trasto inútil y pasado de moda, viejo al día siguiente de la compra o del evento. Casi nada está a salvo de la invasión de lo transitorio y coyuntural, para convertirse en un espectáculo que llega, concluye y se olvida.
(...) ha penetrado en la sociedad y la está transformando en un espacio precario, sin instituciones, sin compromisos...
La política es un ejemplo notable de la vigencia de lo precario, de la acumulación de desechos y de la incapacidad de recordar. La sociedad se parece, cada vez más, a un espectáculo que atrae momentáneamente, concita un entusiasmo desbordado, se satura de gritos, pronto se vacía y deja los graderíos y la pista llenos de basura. Y de soledad.
Sí, de soledad, porque no queda nada después de la fiesta, o queda muy poco: la resaca, quizá, y un vacío que crece. Soledad que conspira contra el individuo porque dificulta el ejercicio de un derecho que ha pasado inadvertido: el de construir confianza y vínculos durables, familias razonables, amistades, es decir, espacios de humanidad y la posibilidad de tener un país seguro y previsible. El derecho a creer en algo firme y limpio.
La cultura del desecho ha penetrado en la sociedad y la está transformando en un espacio precario, sin instituciones, sin compromisos duraderos, sin las necesarias certezas, sin las mínimas confianzas. Sin ilusiones que perduren. (O)