“La primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira”, escribió Jean-François Revel en El conocimiento inútil, allá por 1988. De entonces acá, si algo ha prosperado como instrumento de acción política y estilo de comportamiento social es, precisamente, la sistemática desinformación, el apetito de noticias falsas, el morbo asociado a ellas y el crecimiento incontrolable de cadenas que circulan en las redes, de rumores que sustituyen a la verdad, del antiguo chisme transformado en método y máscara para esconderse, y arma para golpear a personas, instituciones e ideas. Incluso, para desacreditar a la ciencia.

La desinformación prospera en muchos temas; es asunto universal y de cada instante. Si algo nunca descansa, y provoca fatiga hasta lo insoportable, es la profusión de mensajes, notas, videos, comentarios y entrevistas a gente de todo pelaje. Y por cierto, el anonimato. La verdad no sale bien librada de semejante tormenta, a tal punto que incluso los diccionarios han incorporado al lenguaje el concepto de “posverdad”, un eufemismo para designar a la mentira.

El Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, dice: “Posverdad. Distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”.

El fenómeno prospera entre una masa inorgánica de receptores de información, que ahora constituyen la nueva “opinión pública”. Los receptores pulsan nerviosamente su móvil para retransmitir mensajes, sin reserva, prudencia, límite ni crítica, obsesionados por el afán de novedad, y por el síndrome de “informar primero”. Además de la destrucción de la lengua y del sacrificio de la ortografía en que se incurre, la tensión informativa que esas prácticas generan ha fraccionado los núcleos de ideas y valores sobre los que se asentaban la democracia, el Estado de derecho, la acción política responsable, las ideologías, e incluso la cultura, que, por cierto, no tiene un mínimo de paz en semejante torbellino. En estos tiempos, se escribe constantemente una versión distinta de los hechos, se cuenta una nueva historia, se inventa y se construyen referentes precarios y caricaturas de la realidad, que se evaporan entre personajes que apuestan a la imagen y al espectáculo.

La “sociedad líquida” que se ha construido no permite edificar nada duradero, ni sociedad, ni Estado

La sociedad necesita un mínimo de creencias que vinculen a la gente, en las que, de algún modo, concuerde cada persona. Con los incansables flechazos de desinformación que se disparan desde el anonimato de esa difusa “opinión pública”, ninguna institución ni acuerdo tiene sustento, y el resultado es la anarquía, la falsificación democrática, el populismo y la demagogia.

Una república, además de tolerancia y derechos, necesita transparencia, verdad y obligaciones. Necesita alguna certeza en lo que se dice y en cómo se dice. De otro modo prospera la incertidumbre, cojea la democracia, que se basa en la información y en un mínimo de seguridad.

La “sociedad líquida” que se ha construido no permite edificar nada duradero, ni sociedad, ni Estado. Y mucho menos tranquilidad. (O)