Desde hace tiempo, en el campo de la comunicación, se discute qué hacer con los autoritarios. Algo completamente pertinente dado que se han apropiado de una parte del debate público para no aceptar la pluralidad, mantener dividida a una sociedad (polarizada), sembrar el caos (con tintes fascistas al no reconocer a las instituciones del Estado) y provocar acciones de fuerza verbal (a través de medios, redes sociales) y física (manifestaciones).

Un autoritario, para garantizar su propia subsistencia, no renuncia a su fórmula de desacreditar a quien considera su contrincante, de hacerle sentir su fuerza (“quieres sentir mi poder”), de reunir a sus fieles y leales seguidores (unos convencidos, otros pagados, unos más atemorizados) para que hagan eco de sus decisiones, sus sentencias, sus burlas, su persecución, su violencia.

Democracia sin República

Un autoritario necesita recrear el caos constantemente, para lo cual hará lo que tenga que hacer. No hay ética y peor moral en su comportamiento. Por eso se presentará siempre como el bueno de la película: él es la mejor alternativa, el único que sabe las respuestas, quien puede liderar. Los demás son los inútiles, los mentirosos. Convertirá sus palabras en profecías, en una religión, por lo que su mensaje será repetido con sus mismas palabras y, muchas veces, con la forma como lo dice.

Cuando estamos frente a autoritarios que tienen sentencias y sospechas de que sus delitos han sido más amplios es peor. Hará que su gente, sin saber qué está defendiendo o qué intereses –nunca santos– protege, alabe y posicione relatos peligrosísimos.

Autoritarismo vs. democracia

La pregunta es entonces ¿cómo enfrentamos esto? Primero se debe hacer una pedagogía con quienes participan en los debates con los autoritarios o sus repetidores de discursos. Aclaro, no con el autoritario. Él estará muerto de ganas de que se lo mencione, de que se lo enfrente, para que, con su tono sarcástico y su técnica bien aprendida de atacar a las emociones, lo desafíen. A él se lo debe ignorar.

Volviendo a los seguidores. Los mejores debates se dan con información. Sí, no es un país acostumbrado a la data, pero hay que provocar reflexión y ayudar a unir cabos para que reflexionen. Hay que devolverles sus afirmaciones en forma de preguntas. Seguramente sus respuestas serán violentas, pero emotivas y la emotividad tiene un límite, pero se habrá comenzado a hablar desde otra mirada, a educar.

Carta de lectores: Es ‘presidenticidio’

La segunda es trabajar con los periodistas. Si bien ahora la opinión pública no tiene dueño, sino millones de dueños, los periodistas contribuyen a direccionar el debate y deben reentrenarse para salir de la emotividad, de las reacciones inmediatas y aprender a reformular las preguntas. Es imperante exigir información y no declaración.

La tercera –también para periodistas y quienes participan en el debate público– está vinculada a la anterior: recordar a quienes están domina- dos por una ideología a que hay más cosas que nos unen como país: la cultura, el espacio geográfico, las familias, el género, la identidad, la búsqueda del bien común. La ideología es solo una creencia. (Continuará). (O)