A pesar de que, tanto en el Ecuador como en la Argentina, estos días se nos llena la boca con la palabra democracia, el acto electoral no es su esencia y tampoco su fundamento. Es apenas una consecuencia de la idea central de la democracia, que es la convivencia pacífica de los que piensan distinto.

En el campo de batalla nunca gana el más débil, porque fuerte es el que gana y débil el que pierde. Pero sí puede ganar el ejército menos numeroso y perder el que tiene más soldados, porque eso depende de la estrategia y de las tácticas –de la inteligencia– aplicadas a cada batalla. En democracia cada persona es un voto sin importar la condición: da lo mismo si es más fuerte, rico, instruido o inteligente..., y la estrategia consiste en conseguir el número suficiente para ganarle al adversario. En la democracia también puede ganar el más inteligente, que es el que conoce la realidad mejor que los demás, el que copia el campo, el que se adelanta a la voluntad popular porque la interpreta mejor que los otros.

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Cuando esas mayorías son decididamente superiores, todos tenemos claro quién debe gobernar y quiénes se quedan en la oposición. Pero el problema aparece cuando las principales fuerzas políticas están cerca de lo que en estadística se llama empate técnico, que se da cuando la escasa diferencia impide hablar de ganadores y perdedores. Todo podría ser, incluso que una elección termine tan empatada que la igualdad sea exacta: imagínese que haya que tirar al aire una moneda para saber quién gana porque en la elección sale la mismísima cantidad de votos entre los que disputan la segunda vuelta.

No hay ningún problema de legitimidad cuando, después de contar y recontar papeletas, se gana por escasa diferencia y los adversarios aceptan el resultado. Pero el problema no es la legitimidad del voto, sino la actitud de los que ganan por poco pero después se imponen despóticamente a los que pierden, también por poco, cuando es evidente que podría haber ganado tanto uno como el otro, quizá si las elecciones hubieran sido el día anterior o el siguiente.

Imponerles a las minorías el pensamiento de las mayorías es lo más antidemocrático que hay, y mucho peor cuando la diferencia entre unos y otros es mínima. En esos casos, gobernar para todos implica reconocer que la mitad del país piensa distinto y espera del Gobierno la consideración que merece, aunque haya sido el adversario en las urnas. Para colmo, reconocer las ideas –también las soluciones– de la otra mitad puede ser la garantía para que la oposición se vuelva sensata y no dinamite los puentes con quienes ganaron las elecciones hasta hacerles imposible el gobierno. Todas las fuerzas políticas amplias tienen gente útil y dispuesta para un gobierno de unidad. Solo los fanáticos no las tienen, y con los fanáticos la democracia no tiene destino.

Para salir del laberinto adolescente en nuestros países de la América Mestiza no queda otra que fortalecer la unión con las ideas que unen, ceder en las que separan y gobernar con todos y para todos. Lo único que consigue la división es estropear nuestra esperanza. (O)