La voz al otro lado del auricular suena inquieta, tímida, vacilante. –¿Usted es Moca Varea? –Sí, a las órdenes, respondo sintiéndome más Moca que nunca (en este punto ya me da igual ser Mónica o Moca). –¿Usted enseña a escribir? Ahora la voz inquieta, tímida vacilante es la mía: –No sé si enseño a escribir, no creo que yo enseñe a escribir, definitivamente: yo no enseño a escribir, yo solo doy talleres de escritura, digo y pierdo para siempre a aquel escritor en ciernes que no será jamás mi “alumno favorito”.

El escritor argentino Abelardo Castillo se preguntaba: ¿Qué sentido tiene la literatura en un mundo sin sentido? Y se respondía: No hay más que dos respuestas. La primera: ningún sentido. La segunda es precisamente la que hoy no parece estar de moda: el sentido de la literatura es imaginarle un sentido al mundo y, por lo tanto, al escritor que la escribe.

Vivo cerca del viejo y deteriorado, sucio e insoportablemente ruidoso Estadio Olímpico Atahualpa. Supongo que la gente tiene derecho a escuchar unos ruidos desacompasados a los que llaman reguetón; supongo que las empresas organizadoras de eventos tienen derecho a traer estas bandas ruidosas y organizar sus conciertos; y, supongo que las autoridades municipales están obligadas a otorgar los permisos necesarios para que el ruido infernal invada hasta tres kilómetros a la redonda, divierta a la multitud de futuros sordos y arruine la vida de los vecinos. ¡Total! Poderoso caballero es Don Dinero.

Una semana antes de los conciertos la tortura acústica empieza. El día del evento llega al clímax. El infierno se instala y nos toma a los vecinos de rehenes de manera total, irrespetuosa, sinsentido. Intenta volvernos locos, y yo estoy por creer que lo consigue, que la demencia poco a poco se apodera del vecindario y todo se vuelve ruido, caos, desconsideración.

No sé cuándo empezó este desencuentro entre Quito y yo. No sé si el cariño, la ilusión y esperanza que me inspiraba la ciudad se puedan recuperar. Yo lo intento, pero no lo logro, el desamor y el desobligo ganan siempre la partida.

Mi casa mira al norte, por eso solo el sol de la tarde la calienta un poquito. Mi casa mira al norte sin percatarse siquiera de que mis puntos cardinales se han encogido con la vida.

Mi norte es la casa del frente y a veces la frutería de Harry que queda dos cuadras más allá (¿Harry? “Harry el sucio”, lo apodó Santi).

Al sur la callecita sin salida por donde, por miedo, ya no paseo al perro aunque la noche no esté muy oscura; y una cuadra más lejos el banco Bolito.

Mi este es pobre, ahí solo está esa tienda impertinente en la que rara vez venden cerveza; y mi oeste, ese oeste que me obliga a alejarme de mi centro, ese oeste variado es el del supermercado, la panadería, la farmacia y el parque.

Vivo entre más de cuatro paredes, pero no hay día en que no sueñe con ir a mi lugar favorito de Quito: la sala de preembarque del Mariscal Sucre, es que mi corazón solo mira bien al norte y bien al sur. Mientras tanto sigo imaginándole un sentido al mundo en la literatura. (O)