Navidad se ha convertido en una festividad global, no siempre vinculada a la conmemoración cristiana que le dio origen, sino más relacionada con los encuentros, la familia y los amigos, los regalos, con el fondo común del consumo. En algunos lugares todavía se abren paso los villancicos y los pesebres, poniendo en el centro de la celebración a los niños. El ruido, las aglomeraciones, las luces generan un ambiente de fiesta, que alegra y convierte en paradoja insoportable las guerras en Ucrania, en Gaza, las prisiones subterráneas de Siria, las torturas, la espera del pueblo venezolano, el hambre que recorre el mundo, el miedo, asesinatos, secuestros que hieren nuestro país.
Este contraste puede resultar desconcertante, hasta incómodo, pero también plantea una pregunta esencial: ¿cómo podemos celebrar cuando somos conscientes de esta realidad?
Es precisamente en los lugares donde parece faltar todo donde la Navidad adquiere su verdadero significado. En las mazmorras, en campos de refugiados, en hogares vacíos, la Navidad se revela como algo más profundo que los adornos visibles. Se transforma en un acto de resistencia y de afirmación de humanidad. En el fondo y quizás sin plena conciencia de ello, se vive el mensaje esencial de la Navidad: Dios nace en un mundo herido, injusto y violento haciéndose parte de nuestras raíces, nuestro humus y ser, el terreno donde pueden germinar las mejores acciones humanas.
Hannah Arendt en su libro Eichmann: un estudio sobre la banalidad del mal (1963) argumentó que Eichmann no era un monstruo ni un fanático ideológico, sino alguien que simplemente cumplía órdenes, sin reflexionar sobre las consecuencias de sus actos ni cuestionar su moralidad. El mal puede surgir no solo de individuos extraordinariamente malvados, sino también de personas comunes y corrientes que actúan sin pensar, siguiendo normas o sistemas que los despojan de su posibilidad de recapacitar por sí mismos. En el consumo desmedido, por ejemplo, no hay una intención explícitamente malvada, pero las conductas automáticas perpetúan sistemas que excluyen y despojan a muchos.
En mi experiencia, he conocido a sicarios y asesinos que se han acostumbrado a matar. Difícil reconocerlos. Llevan una vida aparentemente normal, cuidan a sus hijos y dicen amar a sus esposas. Algo similar ocurre con los corruptos que roban millones al Estado, que es lo mismo que robarle a la gente. Claman por libertad y no piensan devolver un céntimo. La banalidad del mal, la inconsciencia sobre la repercusión de nuestros actos, el no ver al otro, los otros, como prójimos. La apatía y la desconexión emocional se convierten en una ética de la indiferencia, que en el fondo busca evadir la realidad dolorosa.
Hay que “desautomatizar” nuestras fiestas navideñas, reenfocar la Navidad como oportunidad de transformación, aceptando nuestras propias acciones, las alegrías profundas sin negar el sufrimiento que nos lastima. No para estar sumidos en la tristeza, sino para que nuestra alegría sea honda y empática. Y que no hiera a quienes sufren, sino que ellos se cobijen a su sombra.
La Navidad es esa oportunidad de renovación para sabernos necesitados de ayuda, vulnerables, sedientos de Dios, abiertos a la posibilidad de un mundo mejor. (O)