De niña no comprendía por qué solo a un grupo de plantas se le llamaba “siempre verde”. Crecí rodeada de árboles y arbustos, de matas reptando y enredaderas trepando por todas partes con una fortaleza incansablemente verde. El concepto cronológico del “florecimiento” también me parecía relativo, pues siempre había alguna planta en flor, si no en mi patio en el de mi abuela, si no en mi barrio en el centro de la ciudad. Si no eran los arupos, eran los cholanes, los jacarandás o hasta las “malas hierbas” que se tomaban las laderas del serpenteante camino que desciende por Guápulo y que se la pasaban todo el año tumbadas al sol ostentando sus flores amarillas y naranjas.

En mi prehistoria, las flores eran un juguete más; precioso, sí, pero más cotidiano que extraordinario. Con las supirrosas hacíamos collares (nuestros dedos infantiles eran idea/les para extraer cada una de las florecillas de los pompones en que crecen e irlas machihembrando en diminutas cadenas), a los cartuchos los desgranábamos cual choclos en miniatura, las hojas del limonero las triturábamos para perfumarnos. Estas inocentes heridas que causábamos a las plantas eran nuestra manera de relacionarnos con la naturaleza, de explorarla, disfrutarla, hacerla parte de nuestras vidas. Con el tiempo dejé de arrancar hojas y flores: renuncié a la posesión y me contenté con dejarme acariciar por su existencia ante mis ojos deslumbrados.

Me llenaré los ojos y el alma de su belleza. Me la guardaré como una se guarda los recuerdos de amores efímeros...

Llegué a Alemania hace ya demasiados años en un día gris de invierno. Me saludaron las copas de los árboles desnudos, elevando sus plegarias al cielo como esas tétricas manos que pintaba Guayasamín. Al atardecer los cuervos se posaban en sus dedos artríticos y graznaban antes de elevar un vuelo que oscurecía aún más el cielo. Las únicas flores que veía durante meses se vendían en supermercados y floristerías y llevaban etiquetas que decían “Ecuador”. Terminé por acostumbrarme y hasta aprendí a gozar de ese ciclo de vida, muerte y resurrección que late en la naturaleza de los países de cuatro estaciones.

Dicen que aprendemos a valorar las cosas solo cuando las perdemos. Quizá por eso me parecen hoy más bellas que nunca las flores que un buen día asoman en las ramas de árboles que durante meses parecían condenadas a la soledad. Por fin, luego de tres décadas de leer Mafalda, comprendí la viñeta donde mi heroína afirma: “Indudablemente, la primavera es lo más publicitario que tiene la vida”.

Como todo el año de camino al trabajo, atravieso el parque en bicicleta, pero en primavera me saludan tiernas las bocas de trompeta de los narcisos, y me obligan a frenar en seco los magnolios preñados de enormes flores blanquirrosas, desperezándose como si regresaran de un largo sueño. Planifico. Este fin de semana habrán despertado por completo, iré a visitarlas con un termo de café caliente, me sentaré en la banca junto a las magnolias que florecen junto al río y me saciaré contemplando su transformación. Me llenaré los ojos y el alma de su belleza. Me la guardaré como una se guarda los recuerdos de amores efímeros, en ese espacio de la memoria que nos mantiene vivos incluso durante los inviernos más desoladores. (O)