La propaganda y la agonía del civismo han transformado las elecciones en un acto banal; en una especie de designación de redentores, que no lo son, de sabios que presumen, de personajes que sonríen, de gestos que poco o nada significan. Votamos acosados por las promesas, agobiados por los enfrentamientos, enfermos de mediocridad, y a sabiendas de que lo sustancial nunca se discute, porque no conviene, o porque pocos entienden el fondo de esos temas.

En la teoría democrática, votar significaba ceder parte de nuestras libertades al poder, legitimar la obediencia a un sistema –no a un hombre–, transferir la capacidad de escoger, consentir y autorizar los actos de las autoridades. Votar en serio implicaba, entonces, ceder un poco de derechos a los servidores del Estado, y hacerlo con fe en el país, identificándose con su historia y su destino. Eso fue en la teoría política y cuando la democracia no era aún un método de dominación, cuyos fundamentos se han diluido en el pragmatismo.

En las condiciones por las que atraviesan todas las repúblicas de papel que existen en el mundo, votar significa entregar buena parte de nuestro destino –el de los hijos y las familias–, y parte sustancial de nuestros derechos, para que sobre ellos decidan, en beneficio de cualquier interés, o a pretexto de alguna difusa idea, unos personajes que nos han contado el cuento del paraíso, la novela de los privilegios, el teleteatro del progreso.

Las elecciones no sirven para atribuir “soberanía” a nadie, porque la soberanía es de cada persona.

Si la democracia se reduce al evento electoral, lo sustancial de ella –la tolerancia, la ética pública, la rendición de cuentas, la transparencia y el respeto– se habría perdido, y entonces no habría garantías de los derechos, y la Constitución no sería más el escudo protector de los individuos y de las minorías frente al poder. El problema está en que la democracia de masas, marcada por el populismo, va dejando en el camino sus virtudes liberales. Han muerto las ilusiones que no debieron perderse jamás.

La política, y por cierto, la democracia de masas están entrampadas en el gran equívoco de creer que las elecciones sirven para atribuir poder absoluto a personas o a grupos. No, no sirven para eso. Sirven, en realidad, para asignar deberes y responsabilidades a los mandatarios y legisladores, que son servidores de la comunidad, no sus jefes; sirven para encargar provisionalmente, y en forma condicional y revocable, un destino que no es de los poderosos, en un país que no es de los grupos dominantes.

El triunfo en las elecciones siempre es equívoco, si se considera que quien gana debe gobernar para todos, inclusive para las minorías, para los perdedores, y eso plantea, en mi opinión, un claro límite al poder, porque la democracia no es un sistema de dominación, al contrario, es un régimen de tolerancia. No es un absoluto, a menos que se pretenda hacer de ella un disfraz del totalitarismo.

Las elecciones no sirven para atribuir “soberanía” a nadie, porque la soberanía es de cada persona. Así pues, votar significa “mandar” y mandatario significa obediente a la voluntad de la gente y respeto a las minorías. (O)