Creo que una de las formas más cercanas de conocer las características de algunas personas es observando su estilo de conducir. Desde quienes manejan con parsimonia hasta quienes desafían todo límite. No voy a idear un manual del buen conductor, solo puedo exponer lo que conozco como usuaria del volante. He notado siempre la iracunda naturaleza de los conductores de nuestras vías. Sé que habitar en un país inseguro y lleno de trabas también condiciona nuestras formas de traslados: alertas, a toda prisa e impacientes.

Será que por eso seremos tan intolerantes con quien se demora al pasar la luz verde o con quien detiene la marcha en amarilla, pues creemos que toda oportunidad sirve para llegar rápidamente a nuestros destinos. Ni qué decir de quienes son constantemente irrespetuosos y accionan sus bocinas para apurarnos, como si eso incidiese en alguna alteración del tiempo.

Conducir en Guayaquil es una hazaña

Me temo que de las ciudades ordenadas e inteligentes no hemos adoptado nada. El tránsito sigue siendo terrible y atasca nuestras rutinas. Sabemos que para llegar a un lugar puntualmente hemos incrementado los lapsos para sortear largas filas de espera. Sin embargo, eso no asegura nuestra llegada precisa. Siempre debemos prepararnos para el imprevisto: calles dañadas en épocas de mayor movimiento, desvíos alternos implementados al apuro o semáforos fuera de orden. Para solo citar un ejemplo, el sector Urdesa en Guayaquil soporta grandes tramos de arreglos en sus vías que no solo interfieren en el tránsito cotidiano, también han problematizado la actividad de muchos locales y comercios.

Es difícil pensar en posibles soluciones cuando los matices de la vida cotidiana transforman las calles en pistas de carreras.

A este panorama cotidiano se le debe agregar la reciente estadística publicada por este Diario: 4.643 accidentes de tránsito entre enero y noviembre de 2022, causados por conducir desatentos por el uso del celular, pantallas de video, etc. Dato alarmante y tan propio de nuestra época tecnológica. ¿Acaso debemos también preocuparnos por los niveles de desatención de cada usuario? ¿Será posible medirlos o darnos cuenta de que hemos caído en una dependencia evidente? Tal vez los nuevos exámenes de conducción deban agregar este tipo de indicador y evitar problemas que pongan en riesgo la integridad de peatones y conductores.

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Recuerdo un sketch humorístico que hacía alusión al problema de la adicción al celular. El programa mostraba a personas que debían cruzar la calle acompañados de robots lazarillos mientras las miradas no se despegaban del móvil o estaban conduciendo con ayuda del asistente. Quizás la necesidad de cubrir los déficits de atención de ciertos usuarios tenga su solución en medidas tan absurdas como esas. La realidad nos muestra que cada vez es más difícil pensar en las consecuencias de nuestros actos y en cómo no nos importa lo que afecta los demás. Cuidar de los demás es una tarea para muy pocos.

Al parecer el futuro inmediato demanda desplazarnos ‘rápidos y furiosos’, sin lugar para las treguas o existencias que merecen más quietud. Es difícil pensar en posibles soluciones cuando los matices de la vida cotidiana transforman las calles en pistas de carreras. Vías que reflejan estilos de vida a prisa y en búsqueda de lo efímero. (O)