Son dos los artistas creadores del paisaje de otoño. Uno es delicado y perfeccionista, colorea las hojas con pinceladas mínimas; imita las primeras canas envejeciendo los árboles con mechones de oro y cobre; invoca al viento para despeinar sus cabelleras: acariciar la verde juventud obstinada de algunas especies mientras arrastra las hojas vencidas crepitando sobre las aceras. Una niña pasea por la ciudad y va recogiendo fragmentos de vida y muerte, se los lleva a casa para conservarlos en su libro favorito. El segundo artista es salvaje: cae a tiempo y contratiempo desgarrando la danza del viento y las hojas, se desata en aguaceros destemplados, verticales, horizontales, oblicuos, disuelve en lodo los colores de las hojas. Acelera el proceso de muerte. Oscurece el cielo ya oscuro. Es el creador de este otoño de 2023, lluvioso y atormentado.

Me refugio en casa. Dos amigos se sientan a nuestra mesa a compartir una botella de vino con mi marido: un ruso, un israelita y un estadounidense en mi cocina. No es el inicio de un chiste de Pepito sino mi vida en Alemania. Una vida que parece transcurrir desde la platea de una ópera donde se suceden una tras otra las tragedias, un teatro donde los actores no soportan más el horror y saltan hacia la tribuna con los ojos cerrados rogando que los espectadores los reciban con los brazos abiertos. Los años que llevo en Alemania los he compartido con sirias mostrándome las ruinas de sus hogares, venezolanas perdiéndolo todo menos la receta de hallacas de la abuela; bailando con israelitas como en casa (esa pasión, ese sentimiento comunitario, familiar, cálido e imperfecto tan latino), jugando con niños ucranianos a quienes sus madres arrancaron de sus camas para traerlos a un país donde no conocen el idioma ni hablan sus costumbres.

Alemania... es un país donde un ruso, un israelita, un estadounidense y una ecuatoriana pueden beber vino juntos...

Un ruso, un israelita y un estadounidense en mi cocina. El ruso estudia en Berlín: sus padres, profesores en Moscú, recibieron al inicio de la invasión a Ucrania un formulario donde debían declarar su posición (no eran voluntarias la firma y la dirección), ese día decidieron que su hijo se quedaría en Alemania. El israelita es hombre de fe y gratitud. Ha visitado Polonia donde su familia fue exterminada por los nazis. Su visión de la Alemania de hoy está marcada por el asombro y la ternura. El rencor, para los tontos. El iluminado cree en la redención. Alemania no será el Paraíso, pero sí es un país donde un ruso, un israelita, un estadounidense y una ecuatoriana pueden beber vino juntos y sentir gratitud, celebrar la vida y llorar por sus países: por lo que sufren y hacen sufrir.

A fines de octubre este lado del mundo ya ha sucumbido a la ocupación del frío y la oscuridad. Es casi un alivio afirmar que esta ocupación no es un retorcido juego de poder sino el simple paso del tiempo, la danza del planeta alrededor del Sol, el ciclo natural de los seres siempre en tránsito y transformación. Pero si hasta el clima ha enloquecido, claman los apocalípticos en cuyo atrapasueños se enreda cada noche la misma pesadilla: el cambio climático. Sea como fuere, es fin de octubre y los migrantes en Alemania nos debatimos entre el frío y la gratitud. (O)