Según la Constitución de Montecristi, son “sectores estratégicos”, entre otros, el petróleo, las minas y la energía. La Constitución reserva al Estado el derecho exclusivo de administrar estos sectores y ordena que se creen empresas públicas para gestionarlos.

Los resultados de esta visión estatista están frente a nosotros. El sector petrolero es una desgracia. La operación de la mayoría de los pozos pasó de estar en manos de las grandes compañías internacionales como Occidental o Perenco, que realizaban importantes inversiones y hacían aumentar la producción, a manos de la ineficiente Petroecuador, que es incapaz de invertir, asumir riesgos e incrementar la producción, pero muy capaz de celebrar millonarios contratos cuestionados por corrupción, pasar años sin que nadie audite sus estados financieros y permitir la celebración de contratos colectivos con privilegios exorbitantes para sus trabajadores. El sector minero no despunta. Apenas hay dos proyectos funcionando legalmente, aun cuando se sabe que en el país existen algunas de las más grandes reservas de cobre y oro del mundo, mientras que la minería está controlada por el crimen organizado y la empresa estatal de minas, Enami, ya ha sido demandada en arbitrajes internacionales por incumplir con sus obligaciones. El sector energético está en crisis. La provisión de electricidad a los ciudadanos depende de que buenamente llueva y la central hidroeléctrica Coca Codo, operada por la empresa estatal Celec, no funciona correctamente a pesar de haber costado más de tres mil millones de dólares.

Revolución cultural

La Constitución de Montecristi permite que, excepcionalmente, el Estado delegue al sector privado la participación en los sectores estratégicos. Una ley de alianzas público-privadas y múltiples reglamentos buscan hacer viables las delegaciones. Pero se trata de un sistema legal amorfo que genera confusión y que no otorga la seguridad jurídica que necesita el inversor para arriesgar su capital.

Ciertamente, la Constitución de 1998 era distinta. No existía el concepto de sectores estratégicos. Daba lo mismo si el petróleo, los minerales o la energía eran explotados por el Estado o por empresas privadas mediante contratos de concesión. Esta libertad hizo posible, entre otras cosas, la construcción con capital privado del Oleoducto de Crudos Pesados, una importante inversión en aquellos pozos petroleros que eran operados por empresas extranjeras y la constitución de varias compañías privadas que generaban y vendían electricidad.

Transición en energía

Entonces, ¿cuál es la estrategia de la Constitución de Montecristi? ¿Que una trampa de burócratas se rifen los recursos de las empresas públicas mediante contratos colectivos? ¿Que no se invierta en petróleo y minas para que el Estado no tenga recursos que destinar a educación, salud y obra pública? ¿Que los ciudadanos nos quedemos sin luz porque no hay capitales privados dispuestos a invertir en su generación y transmisión?

Una parte especialmente perniciosa de la Constitución de Montecristi es su regulación de los sectores estratégicos y la idea de que el Estado es quien debe administrarlos y gestionarlos con poca o ninguna ayuda del sector privado. Debemos regresar a la libertad de la Constitución de 1998. (O)