Forzados a habitar ciudades ruidosas, todavía sobrevivimos quienes anhelamos el silencio; acaso los murmullos de bajo volumen que nos retrotraen a las existencias cercanas tienen una cómoda recepción. Cada noche, cuando la vida se concentra puertas adentro, las calles me regalan el ocasional sonido del vehículo tardío, la cohetería distante de alguna celebración, yo me sumerjo en la nocturnidad para imaginar la etapa del mundo en la que reinaba el acallamiento.

Kafka y los procedimientos del mal

Callado el mundo y callada la gente. El peso del silencio puede ser insoportable si no se tiene amueblada la psiquis con las palabras oportunas, en caudal suficiente para resistir los embates de la realidad. Es verdad que siempre somos palabras, pero proferidas o pensadas: por algo los filósofos indican que para ser hay que decir. Y decir discursos con sustento y no la cháchara cotidiana, tan enemiga del pensamiento auténtico. Cuando una novela me atrapa, no es tanto por su historia como por la capacidad de apoyar los hechos en reflexiones que descubren sentidos al quehacer humano.

Vengo de la lectura del artículo “Contra el silencio”, del escritor quiteño Juan Carlos Arteaga –por cierto, invitado a la Fil-Guayaquil que se desarrolla en estos días–, que me hizo pensar en otra clase de mutismo: el del pueblo alemán ante el exterminio de los judíos en el Holocausto. Él demuestra que no es cierto que los ciudadanos comunes ignoraran los pasos que la Gestapo daba para perseguir y eliminar a la comunidad de sus odios. Fue cierto y real el silencio generalizado en una sociedad que no reclamó –excepto en iniciativas individuales y secretas– por el bárbaro proyecto.

La vida sí puede cambiar

De ese silencio se acusa al filósofo Heidegger respecto de su maestro Husserl (que fue humillado por decreto antisemita que le quitó su dignidad de profesor emérito de la Universidad de Friburgo), y a quien el entonces rector de la universidad había dedicado su famoso libro Ser y tiempo, dedicatoria que retiró en su segunda edición.

Los totalitarismos hacen siempre muy visibles las disposiciones para acallar a los pueblos.

¿Qué domina la mente de quien calla: la vergüenza, el miedo, la cobardía? Esas leyes de comunicación como las que ha padecido el Ecuador se cimentan en la autocensura, en el cálculo oprobioso de quien no protesta o denuncia porque sabe que todo un aparato bien montado apunta contra sus palabras, negando el derecho a la libre expresión. Bien sabe todo gobierno civilizado que la crítica a sus decisiones es un aporte a equilibrar la balanza del poder y a dudar de la infalibilidad de las iniciativas para que todo sea sometido a mayor revisión.

Los totalitarismos hacen siempre muy visibles las disposiciones para acallar a los pueblos. Veamos si no a la actual Nicaragua, sojuzgada de manera implacable para frenar a raya todo descontento: la pareja Ortega Murillo ha encarcelado, confiscado, quitado nacionalidad y perseguido de todas las maneras posibles a los disidentes. Lo sufren en carne viva los escritores Sergio Ramírez –ciudadano ecuatoriano por decisión del presidente Lasso– y Gioconda Belli. Afortunadamente ellos publican a menudo, desde sus países de acogida, tanto sus denuncias como sus obras literarias.

Silencios dolorosos, impuestos. Que no vuelva a caer sobre nosotros. Mientras tanto, practiquemos, a ratos, el silencio del alma, ese que enriquece porque nos ayuda a mirarnos a nosotros mismos. (O)