Los reportajes internacionales, los informes de organizaciones de derechos humanos nacionales e internacionales, los videos que inundan las redes presentan al Ecuador en las garras de la violencia y el narcotráfico. Un narco-Estado. La incertidumbre económica, energética y climática tampoco ofrecen respiro. Somos una sociedad acorralada. Si miramos allende las fronteras el panorama mundial no se presenta mejor.
¿Qué hacer, cómo y con quién hacerlo?
La afirmación todos estamos involucrados parece generalizadora e injusta. Es cosa de otros, responsabilidad de otros, sobre todo de políticos, de quienes esperamos mucho, y a la vez no nos sorprende que hagan muy poco. Personalmente me produce una angustia que se somatiza.
El narcotráfico, convertido en empresa, que requiere en sus bases personas convertidas en robots, que ejecutan sin remordimientos robos, asaltos y ejecuciones, que forma ejércitos de niños manipulables, y en sus cúspides tienen personas “de bien” que recorren los pasillos de todas las instituciones y muchos de ellos son sus representantes, sí tiene que ver con cada uno de nosotros.
Hablaba con estudiantes universitarios. ¿Qué consumen ustedes en sus fiestas? Por qué necesitan drogas para ser felices, estar alegres, por qué tienen que evadirse en un mundo ficticio para aparentemente ser ustedes mismos.
Sin querer muchos alimentan aquello que condenan. Aceptar nuestra vulnerabilidad, vivir con un propósito personal, aunque no tengamos la certeza del camino, pero sí de la meta, que no es tener dinero de cualquier manera, sino disfrutar la enorme dicha y el milagro de vivir, es una tarea desafiante y hermosa.
Necesitamos saber que es posible personal y comunitariamente superar la violencia, la injusticia y la atrocidad.
Necesitamos historias que nos lo cuenten. Ejemplos que lo muestren.
Se cumplen 30 años de la masacre de los tutsis a manos de los hutus en Ruanda en un genocidio que aún atormenta al mundo. La polarización racial y étnica llevó a una tragedia, que había sido alimentada por la colonización que hizo de las diferencias una exclusión. La segregación se implantó en escuelas, vida diaria, el odio alimentado explosionó e implosionó en una matanza cuyas heridas tratan de sanar.
Se establecieron tribunales comunitarios, pues la justicia ordinaria no podía abarcar los 120.000 presos, teniendo en cuenta las costumbres ancestrales también. Victimarios y víctimas se escuchaban, en un proceso doloroso que comenzó a reparar el tejido social. Aprendieron que es necesario abordar factores de riesgo y señales tempranas, que la justicia económica, educativa, sanitaria es una salvaguarda efectiva contra las atrocidades, y que una educación de calidad no es un lujo sino un derecho. Que la impunidad nunca es una opción y que la reparación es un derecho de las víctimas y familiares, que no bastan actos simbólicos, necesarios como homenaje, pero insuficientes para rehacer vidas. Que solo las leyes no bastan para reparar el tejido deshilachado y roto de las familias y la sociedad. Que no se trata de olvidar, sino de aprender la lección.
Nuestro desafío como sociedad consiste en salir de las garras del narco con la convicción de que es posible, pero requiere esfuerzo conjunto. (O)