El impulsivo no se da cuenta de cuánto hieren sus palabras. Incluso, a veces, ni se acuerda de lo que dijo, porque el ataque verbal es producto de un miedo que lo domina y toma poder sobre él.

Las heridas que crea en los demás, en cambio, no se olvidan, y dejan resentimientos que afectan mucho más que las palabras.

Desde el punto de vista psicológico, los impulsos son la reacción rápida y desmedida de una persona frente a un estímulo externo. A lo largo de la historia, muchas escuelas de pensamiento han establecido sus propias definiciones de este evento, pero todas concuerdan en un mismo concepto: un impulso es la expresión de una falta de control.

Las personas impulsivas tienden a ser las que menos control llevan, por lo general comienzan a mostrar rasgos en la niñez y adolescencia, pero su condición se puede extender hasta la adultez. Estas personas son las que terminan su vida siendo el “difícil” de la familia, al que “tienes que coger con pinzas”, constantemente repeliendo a los seres que más ama por miedo de ser los próximos en sufrir de su furia.

La ira expresada ante cualquier circunstancia, que no corresponde al tamaño del problema, está atada a no saber regularse emocionalmente. Viene de no haber sido respetado en la infancia, de haber permanecido invalidado en sus necesidades, de rencores que no han sido solucionados y dolores que nunca sanaron.

Una persona impulsiva sufre con frecuencia estos ataques, los que usualmente no puede corregir con “buena voluntad”, ya que su causa es mucho más profunda que el problema de turno. Para subsanarlos, necesita de un proceso terapéutico que le ayude a desbloquear esos sentimientos y rencores antiguos, perdonarse a sí mismo, a las personas que lo dañaron y, finalmente, comenzar el proceso de salir adelante. (O)