Estoy en la fila para tomar el vuelo que me llevará desde Islandia, a través de Estados Unidos, de regreso a Ecuador. Cuento con dos pruebas PCR, mis visas correspondientes, certificados de vacunación, incluso traducidos y notariados. Me he cerciorado de tener cada documento y más, porque una semana después debería retornar a mi trabajo en las islas Galápagos, luego de año y medio de para. ¡No puedo perder este vuelo!

Y, sin embargo, se me indica que está prohibido el ingreso a Estados Unidos de personas provenientes de Europa, a no ser que sean norteamericanos.

Mi corazón acelera sus latidos, examino soluciones posibles, mientras mis dedos empiezan a pulsar frenéticamente el celular para comunicarme con algún ser caritativo que me brinde opciones. Debo dejar Islandia, que en español significa ‘tierra de isla’, y en inglés, ‘mundo de hielo’.

Me transporto a días atrás, a la isla de Heimaey, donde caminé sobre un flujo de lava que se tragara cuatrocientas casas. Me identifico con la desesperación que sentirían sus habitantes por evacuar ese pequeño pedazo de tierra localizado a 7,4 kilómetros al sur de Islandia.

En la noche de enero 23 de 1973, su volcán Eldfell erupcionó en un río de roca fundida que llegaría hasta el poblado de 5.300 personas.

Islandia es en general una tierra hostil, que tanto da como quita. A pesar de estar sobre la latitud 63 grados norte, la isla pudo ser colonizada a partir del año 874 gracias a las bondades de su energía geotérmica. Yace sobre un punto caliente, de donde asciende magma para alimentar más de 30 sistemas de volcanes activos, géiseres y lagunas de aguas sanadoras. Al mismo tiempo es tierra de glaciares, de donde nacen vertientes y ríos.

He amado este país de fuego y hielo, donde se socializa en piscinas hidrotermales, el 80 % cree en Trolls y Elfs y los caballos son pequeñitos, lanudos, como de cuentos de hadas. He caminado por lava de días de edad, oliendo los gases de una erupción en pleno proceso de ser. Cumplí mi sueño de pararme entre la placa tectónica Euroasiática y la Norteamérica. Y, sin embargo, quiero salir corriendo. La gente ahora me luce indiferente. Nadie puede asistirme con mi problema, y se molesta con mi aparente vulnerabilidad y desconcierto. Para un pueblo que depende del turismo siento que les falta calidez y empatía con el extranjero.

En cambio, mientras erupcionaba Eldfell, la población entera trabajaría unida para embarcar a todos sus habitantes en los barcos de pesca que por suerte se encontraban parados, porque habían tenido mal tiempo. Únicamente murió una persona.

Ese mismo tesón y sentido de solidaridad los hizo laborar por semanas para que la lava no les cerrara la entrada a puerto. A punta de bombear agua de mar le ganaron a la fuerza del volcán. El canal se redujo de 800 a 200 metros de ancho, pero es lo suficientemente profundo para navegar.

Con la erupción la isla creció de once kilómetros cuadrados a trece kilómetros cuadrados. En lugar de huir para siempre, los habitantes retornaron a reconstruir sus hogares y desenterrarlos de medio millón de metros cúbicos de ceniza. No en vano Heimaey significa isla del hogar”.

Ellos volvieron, y yo me desespero por salir de aquí. Finalmente, compro el pasaje más caro de mi vida y vuelo, a través de Holanda, directo a mi propia tierra. ¡Consigo evacuar a tiempo! (O)