En columnas anteriores he abordado el tema de las teorías que explican el funcionamiento de los sistemas de administración de justicia, con la intención de describir fidedignamente su funcionamiento práctico sin recurrir a doctrinas que los justifican teóricamente. Es el realismo jurídico.

¿Es posible aplicar este enfoque a la democracia? Sí. La clasificación tradicional sobre las formas de gobierno propone que existen tres: monarquía, aristocracia y democracia, definiendo a cada una de ellas con sus elementos específicos que las identifican y que son, conceptualmente, consustanciales a su funcionamiento. Sin embargo, al igual que cualquier construcción teórica, en el caso de las formas de gobierno, no siempre la actividad social es coherente con sus definiciones. Se trata entonces de pretensiones intelectualmente válidas para adaptar la realidad al modelo propuesto, en este caso, concebido para la adecuada convivencia social y política.

La democracia plantea que la población es soberana para decidir sobre sus formas de vida y para elegir y controlar el desempeño de sus representantes. Existen sociedades que han logrado que sus prácticas ciudadanas se adecuen de mejor manera a ese modelo y otras cuya realidad frente al concepto es distante. Este sistema político, en las primeras funciona bastante bien y trae consigo dignidad, ejercicio válido de la voluntad individual y colectiva, proyección positiva al futuro y sostenibilidad en el tiempo. En las otras, su sugestivo discurso se queda en gran medida en sus definiciones, pues sus hábitos sociales están caracterizados por el abuso, los pactos inconfesables y, en general, por una envolvente descomposición. Es la corrupción que conviene a unos pocos y que pervierte a la sociedad destruyendo, en los hechos, toda posibilidad de vida democrática. Es la demagogia que toma el lugar de la democracia.

Para que el ideal de esta forma de gobierno no sea víctima de quienes la degradan, se requiere que la población sea virtuosa, sepa que la entrega de una parte de su libertad en beneficio de una colectiva es el camino, cuide su entorno social y natural por comprensión y convencimiento; y, en general, incorpore esa institucionalidad a su cotidianidad y no la utilice –a veces socarrona y en otras desembozadamente– en beneficio propio. La democracia es el modelo utópico más depurado de la virtud social, que idealiza la condición humana atribuyéndoles a los individuos la capacidad de ejercer de manera pura una vocación colectiva, pese a la evidente vigencia histórica de características egoístas y francamente venales. También es el escenario para la acción de piratas y advenedizos que engañan usufructuando de una doctrina política considerada casi irrefutable a no ser por los resultados reales producto del análisis de su práctica cotidiana. ¿Qué hacer? ¿intentar otras formas de gobierno? Quizá. ¿Continuar en el engaño y en la demagogia? Inaceptable. Corresponde entonces –y llego a lugares comunes– buscar individualmente ser coherentes con el discurso democrático, mejorar las estructuras sociales para alcanzar otros niveles de equidad para la población; y, educar para que los principios democráticos no sean una grotesca pantomima objeto de manipulación por parte de gobernantes y ciudadanos. Arrellanados. Los unos y los otros en la decadencia de la falsedad y en la fatuidad del discurso.(O)