El Ecuador, pese a todos y contra todo, debe asumir que es grande. La grandeza, más que asunto territorial o dimensión económica, es un signo moral, una afirmación, una confesión de identidad, una forma de ver e interpretar la historia, de superar los reveses de ahora y mirar al futuro. De ser país.

Mirarnos desde la grandeza es un desafío, es aspirar a lo que parece imposible, a lo que suena hipotético, a lo que puede parecer disparatado. Es crecerse en la adversidad. Es afirmar la soberanía y entenderla como igualdad de condiciones entre las naciones y exigencia de respeto, como fortaleza y capacidad de reacción, como voluntad política y constancia ciudadana, como tenacidad.

¿Lo merecemos?

Miran con grandeza quienes, pese a los desastres, siguen adelante, reconstruyen la casa, limpian su tierra, vuelven a sembrar y entierran a sus muertos con dolor, pero con fe. Miran desde la grandeza quienes saben distinguir entre el país político, y el otro, el nuestro, el de verdad, los que extrañan a la tierra cuando la tormenta de la migración los lleva lejos, y los que se quedan sin renegar de su suerte, y quienes que de lejos la recuerdan.

Les falta esa grandeza a los que viven enredados en la pequeña política, suspirando por las próximas elecciones, apostando el rencor y mirando al “otro” como enemigo. Carecen de ella los que se limitan a censurar, los que se atrincheran en los fanatismos que esterilizan, quienes ceden sin reparos a la mentira electoral y actúan pensando solamente en los cálculos de sus grupos y partidos, sin asumir que más allá están los intereses del país. Carecen de ella los que miran al “pueblo” como clientela útil para venderle el humo de sus discursos y los que quieren trascender empleando como argumento y escalón las angustias de la gente.

La salida del túnel

Difícil transición aquella que impone dejar por un momento el electoralismo y mirar al país con la categoría moral que impone el imperativo que tenemos, desde hace doscientos años, de construir una república de verdad. Difícil transición aquella que obliga a dejar las cargas del odio y entender que sin grandes acuerdos, sin generosidades, no será posible restaurar las instituciones ni crear condiciones para eliminar la violencia e impulsar el progreso. Será difícil para algunos ponerse a la altura del tiempo complejo y nublado que nos tocó vivir, extender la mano y conciliar en lo esencial.

El discurso de despedida del embajador norteamericano es una apelación a la grandeza. Es el reconocimiento de que el Ecuador merece otros dirigentes, otros conceptos, otros compromisos. Ese discurso, claro y generoso, distante de la formalidad diplomática, y dicho en vista de la belleza de las montañas, es un campanazo a nuestros valores, que vegetan escondidos entre el tumulto de la política menor.

¿Comprenderán así el mensaje del exembajador nuestros dirigentes?, ¿tendrán la grandeza de reconocerse pequeños, mínimos como son? El déficit más importante, el que nos han recordado con franqueza, es, precisamente ese: el del civismo y el de la generosidad. (O)