Me ha llamado fuertemente la atención el discurso de odio y el nivel de violencia verbal usados por diversos sectores en América Latina, y me temo que su expansión puede conducir a confrontaciones y más violencia.

Esto me ha llevado a reflexionar sobre las experiencias que he tenido durante estos años, en los que el discurso de odio fue el preludio de atrocidades.

En semanas recientes visité Ruanda y me impactó el nivel de reconciliación nacional alcanzado luego del genocidio de 1994, que se inició con una campaña de odio que llevó a la muerte violenta de cerca de un millón de personas inocentes y la huida a otros países de más de dos millones de personas. En esas masacres intervinieron masas movilizadas por el odio e inducidas a la violencia por un discurso racista incontrolado. La historia registra que el arma de destrucción masiva fue el machete en manos de sus vecinos de décadas y centurias.

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En el año 2004, tuve el honor de liderar una misión de las Naciones Unidas a la República Democrática del Congo y ser testigo de la aplicación de la violencia como instrumento de terror. Más de veinte años después, y pese a la presencia de las tropas de la ONU, este conflicto armado es imparable, pues está sustentado en intereses económicos transnacionales y el discurso de odio que incendia las pasiones más bajas. No se ha podido iniciar un proceso de reconciliación y diálogo, pues caminan enceguecidos al precipicio de la muerte sin tener capacidad para reflexionar ni parar la comisión de delitos atroces. En estas semanas han muerto centenares, y miles se han visto forzados a huir. La lección es que la obstinación y el odio van de la mano.

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Las redes sociales de nuestro continente destilan odio, rencor y pasiones bajas que, lastimosamente, pueden llevarnos a una escisión social de consecuencias nefastas. Escondidos en el anonimato, personajes vociferan su odio, sus prejuicios y sus pasiones sin inmutarse, al no tener consecuencias legales ni de otro orden. Bien harán las plataformas globalizadas en establecer reglas claras que impidan el discurso de odio que alienta la discriminación por motivos raciales, religiosos, diferencias físicas, políticas, de sexo, de edad, de condición física y mental, orientación sexual y tantas otras características en un mundo diverso.

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Es necesario un ejercicio de reflexión y humildad para encontrar acuerdos comunes que necesitan todos los países de América Latina para el progreso de sus pueblos. No es posible llegar a los consensos nacionales, regionales e internacionales sin un esfuerzo para superar esas diferencias generadas por el predominio de intereses seculares o corporativos, ideologías ancladas en el pasado y personajes que tratan de pescar a río revuelto.

Necesitamos todos comprender que el discurso de odio, la incitación al odio y la violencia son violaciones de derechos humanos de todos.

El acabar con el odio es un ejercicio individual y colectivo; nace desde el hogar, la escuela; pero, sobre todo, debe emanar de una sociedad que supere sus diferencias en aras del bien común y el progreso de su población. (O)