En un Ecuador ideal, la instalación de la nueva Asamblea Nacional debiera sentirse como una oportunidad. Sí, oportunidad, de esas que se atraviesan delante de uno y que sabemos que si no la tomamos habremos cometido un gravísimo error. Debiera vivirse también como ese momento luego de una caída, cuando ya te has puesto de pie, sacudido el polvo, curado las heridas, y estás sonriendo y anhelando volver a empezar, porque ya sabes cuál es el camino.

En un Ecuador ideal, la llegada de un nuevo gobierno debiera significar esperanza de un mejor futuro, de una solución a algunos de los problemas que tenemos como sociedad. Un gobierno que se juegue por la gente, que se gaste su capital político en una apuesta que sea capaz de convencer no solo a sus electores, sino también a aquellos quienes votaron por ese nombre, porque sentían que no tenían más opciones.

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En un Ecuador ideal, los ciudadanos debieran estar dispuestos a participar de la actividad política, no solo el momento de votar, sino todo el tiempo, involucrarse, debatir, dialogar y educar en política y ética a sus familias, para que, con el ejemplo y la palabra, colaboren a rescatar de la crisis de valores que atravesamos.

En un país ideal, se daría por descontado que todos remen en una sola dirección, con un norte claro, y no habría ni siquiera que decirlo.

Sin embargo, este no es un país ideal. Es un país que está sufriendo, de ciudadanos cansados de esconderse en sus casas, auténticas celdas por las rejas que han puesto por todos lados; extenuados de no poder trabajar ni caminar tranquilos por las calles y, menos aún, de ganar lo suficiente para alimentar a sus familias; asustados de no poder aspirar a un retiro o una vejez digna; triste de tener niños y jóvenes estresados por la violencia y arrinconados por el peligro de las drogas.

Es un país donde, desde hace tiempo, debía exigirse que, por ejemplo, los protagonistas de las informaciones en las últimas semanas (empezando por la Corte Constitucional, pasando por el Consejo de Participación, el Consejo Nacional Electoral y los jueces de los sitios más alejados) rindan cuentas por sus omisiones, por sus ligerezas, por sus errores, que contribuyen a debilitar la institucionalidad. Es un país que se apresta a mirar cuáles serán las reacciones de las organizaciones criminales ante los resultados electorales y que el Estado tendrá que enfrentar, dar una dirección clara. Y, en medio de eso, tener operadores políticos (por citar solo un caso) que sean capaces de intentar acercar posiciones irreconciliables, producto de la soberbia de una persona, que se llama a sí mismo líder, que tiene fuerza política y ha ayudado a poner, junto con sus socios de varios partidos políticos, al país en la situación tan difícil como la actual.

¿Podremos algún momento desarrollar esa capacidad de entendernos, de dialogar, de sanar las profundas exclusiones, que son de todo tipo? Esa pregunta no tiene respuesta fácil, pero desde ya requerimos de mucho trabajo, esfuerzo, dedicación, entereza, compromiso y cualquier otro valor que podamos pensar. (O)