Además de reivindicar a la novela como conocimiento y una gran forma de arte, más evidente no puede ser el título El arte de la novela, Kundera remarca el valor de lo inverosímil, como un recurso literario que el realismo del siglo XIX dejó a un lado y que Kafka retomó. Lo que en ese ensayo se denominan las cuatro llamadas de la novela –la del juego, la del sueño, la del pensamiento y la del tiempo– son los puntos cardinales de sus criterios estéticos para establecer el rango de valor de las novelas relevantes. Al fisurar la idea del verosímil realista, que incluía el ocultamiento funcional del autor en lo que se narra, el novelista puede acceder a alguno de esos cuatro llamados, turbadores para la crítica y para los lectores del realismo ingenuo, que dan por sentado lo que negaba aquella frase de Kundera sobre lo estúpido de pretender hacerle creer al lector que sus personajes están realmente vivos. A su manera es una crítica directa al lugar común del insufrible “basado en hechos reales” que parece justificar cualquier mediocridad. Una ficción es lo que su nombre indica: una invención completamente distinta a su inspiración real, debida a la composición novelística y al lenguaje. No comprender esto es caer en el riesgo de malas interpretaciones, de empobrecedoras distorsiones que se deben, en el fondo, a una falta de humor, a la poca capacidad para comprender la dimensión cómica de las novelas, incluso las más serias, como termina concluyendo en El arte de la novela.

Ensayar la novela: Milan Kundera (1)

Es aquí donde aparece su siguiente ensayo, Los testamentos traicionados. De sus cuatro libros de ensayos, este es el mayor, el más ambicioso y complejo, con un sentido total integrado, que si bien puede leerse por cualquiera de sus nueve partes, resulta que su lectura lineal tiene una composición musical porque los motivos van y vienen y resuenan en distintas partes. Esa disposición narrativa lo convierte también en una pieza ejemplar de la narración ensayística. Sin embargo, no tiene la pretensión del tratado, aunque la fuerza y convicción de Kundera le dan a ratos los atributos de una poética ineludible para el género. Esto resulta chocante para los lectores y críticos timoratos. No hay que dejarse engañar: la convicción de Kundera no es impositiva por sí misma, es el resultado de una experiencia vital que pone en primer plano.

Los motivos tienen sus faros: Kafka está en la segunda, cuarta, octava y novena parte. Es el motivo central de este libro que considero la más alta reflexión sobre la novela a fines del siglo XX. El título alude al “testamento” de Kafka por las dos cartas en las que este pide a Max Brod que destruya sus novelas y otras obras menores. Testamento que no fue llevado a cabo. Los otros motivos son el acercamiento a novelistas (Rabelais, Rushdie, Diderot, Gombrowicz, Thomas Mann, Musil, Tolstoi, Broch, Hemingway), algunos abordados en El arte de la novela, y suma dos figuras de la música: el compositor ruso Stravinski y el checo Leos Janácek. Aquí se profundiza una idea básica de “traición”, la que escritores y músicos sufren de traductores, intérpretes y críticos. Desde los traductores franceses de Kafka, a los que Kundera corrige desmenuzando un párrafo de la novela de Kafka titulada antes América y ahora conocida como El desaparecido, hasta la intromisión en la obra operística de Janácek por parte de Kovaric, un director de la ópera de Praga, o de Ansermet en piezas musicales de Stravinski, por no dejar a un lado las críticas de Theodor W. Adorno siempre orientadas a someter lo artístico a lo ideológico. Estas mediaciones, como la de los críticos que buscan en la obra referencias o explicaciones basadas en la vida del autor, niegan o invisibilizan lo que ofrece la obra por sí misma. Estos mediadores o lectores se convierten en tribunales de la obra de arte. No son los censores del totalitarismo, pero terminan siendo igual de dañinos por su buena voluntad, militancia o corrección política. El núcleo de este conflicto se comprende en el profundo sentido de la traición de Max Brod, para quien Kafka tenía un sentido religioso, místico. Publicar toda la obra, aun en residuos, fragmentaria o incompleta –razón por la que Kafka quería que fuera destruida–, es indicar que solo se trataba de etapas, esbozos, restos de una búsqueda más importante y trascendente. Kundera dice que no. Esa supuesta trascendencia, resumible en el tópico de que la vida es más importante que el arte, es la que niega el autor checo. El arte es más importante porque manifiesta la libertad del individuo, a la que hay que respetar con todo lo que es. Insiste en que no se leen bien las novelas de Kafka. Se buscan siempre causas y explicaciones en la vida del autor, cuando probablemente lo que el autor señalaba era una visión cómica, un sentido del humor que no se capta al anteponer la trascendencia, que termina por hermanarse con ese fin que justifica los medios del totalitarismo (y del fundamentalismo, añado). Lo artístico de una novela es su lenguaje concreto, su sentido compositivo, su humor libre para lo inaudito. Lo demás –la idea del bien, el contexto del país de origen, la identidad, la intención lírica, el confesionalismo rabioso, los buenos sentimientos, la idea de justicia, sea social o personal– son fantasmas de la interpretación que llevan a los lectores por caminos lejanos. Kafka no solo es el judío atormentado por el sexo, los noviazgos fracasados o los laberintos procesales. Uno de sus autores favoritos, Dickens, en Casa desolada, es más kafkiano en el sentido del absurdo burocrático. Hay que hablar de lo “dickesiano”. Kafka es lo que se cuenta en El desaparecido, El proceso, El castillo, aunque sean novelas truncas. ¿Las hemos leído en realidad?

Queda por abordar la ubicación de Kundera en Europa central y el ámbito eslavo con una visión fuerte de la novela. (O)