Quisiera empezar esta columna sacudiendo la memoria que, como todo ecuatoriano, por desidia o porque ya debemos hablar de la nueva gresca de barrio en el parqueadero de un club social, o porque en nuestro país, Ecuador, se vende la verdad y la “verdad” según el costo de la conciencia del mercenario de tinta que tiene la información que al del rabo de paja le puede quemar todo su idealismo de poder y dinero.

Sí, mi querido amigo lector, es surreal que tanta estupidez entre en un párrafo, y es más doloroso pensar que podríamos llenar este espacio que gentilmente usted me regala para leer mi opinión, describiendo toda la podredumbre de un país en el que donde pongamos el dedo sale pus pestilente de corrupción, falta de ética y valores, y que nos siga faltando espacio.

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Alguna vez, cuando era adolescente, me tropecé con un libro que se llamaba La rentabilidad de los valores. He de confesar que no lo leí porque tengo la vaga memoria de que fue redactado por un politiquero de turno de esa época y, pues, desde esa edad ya miraba con desconfianza a la política del país. Y creo que no me pueden culpar. Nací en la época de las desapariciones forzadas, caminé de la mano de mi papá después de misa para sacar a un loco de la Presidencia, miré por televisión al triunviro, y protesté con todo mi ímpetu y utópica alma de resistencia contra el excoronel que huyó en helicóptero, para que mi espíritu guerrillero sea aplastado en mi primer trabajo, ya que debía estar calladito, porque el dictador de turno, que ahora anda prófugo, podría quitarme el puesto que legalmente lo había ganado por mi mérito.

(...) porque, aunque la educación cara paga oportunidades mejores, definitivamente no compra valores...

El país a estas alturas está necrosado, ya en nuestra realidad social, y nadie se acuerda de que no lejos de donde usted lee esto hubo una manada de jóvenes que presuntamente violaron a una niña que tranquilamente puede ser su hija o su nieta, porque, aunque la educación cara paga oportunidades mejores, definitivamente no compra valores, los que al día de hoy los niños y jóvenes con suerte pueden enumerar cuáles son, porque ahora nos olvidamos de esa víctima para hablar y sacrificar a los jóvenes jugadores de fútbol que decidieron divertirse en un cabaret nocturno y dilapidar los miles de dólares que ganan por patear un balón y entretener a un grupo de personas que con suerte se levantan del televisor, que son los mismos que los juzgan moralmente.

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Ahora transcurrimos el devenir de los días, entre los fantasmas de los ideales de un país mejor, entre los fantasmas de lo que debimos hacer, entre los fantasmas de lo que no debimos callar. Hoy nos acaricia la cara el fantasma de un país que ha muerto en nuestras manos, por nuestro desinterés, falta de valentía, nuestra falta de empatía y nuestras burdas elecciones de un poder político que aún tiene como bandera de lucha el pan y el circo al pueblo, mientras nosotros, próximos fantasmas, aplaudimos atónitos y meneamos la cabeza desaprobando aquello en lo que nos hemos convertido: un manojo de lamentos y olvidos, un cuento que en cada capítulo se pone peor. (O)