Le dijo que cortara un poco el árbol, pues le comunicó que no se veían bien las personas que pasaban por la angosta vereda y algunos amigos de lo ajeno parecían mirar dentro de las casas. Era un obstáculo para la seguridad, sostenía. Estaba lleno de capullos listos para explosionar alegremente, con sus ropajes amarillos que se abrirían al sol desperezándose y provocando a las abejas y colibríes que disputarían su polen. Cuando llegó de su trabajo, lo encontró hecho astillas. Lo habían cortado al destajo y reducido a un pequeño tronco herido, astillado, destrozado. Lloraba con desconsuelo, la cabeza entre las manos. Ella había sembrado y cuidado los esquejes, plantado cuando las raíces aparecieron y cuidado con esmero su crecimiento. Todos los días, al servirse los alimentos, pedía la bendición de Dios para sus hijos, para ella, para los animales y plantas de su casa.
Los vecinos sentados mirando el acontecimiento barrial, todo lo es en los sectores populares, comentaban que no entendían el drama.
El día siguiente, en otro barrio, los empleados municipales, encargados del riego de plantas, vinieron con una manguera enorme y potente y regaron los árboles. Un olivo negro guardaba entre sus ramas un tesoro. Dos nidos de palomas tierreras, tenían polluelos prestos a volar. Habían sobrevivido a los gatos y otros depredadores, pero sucumbieron al enorme chorro de agua que cual tsunami los dejó, con nido y todo, en el suelo.
Max, nuestro gato, ama las plantas y sus olores. Se regodea oliéndolas, todas y cada una. Sean begonias, lazos de amor, veraneras, anturios, albahaca o romero, y deja sus vellones de pelo prendidos en los cactus que olfatea. Husmea el aire con verdadero placer, su cabeza en alto, los ojos entornados. Claro que acaba con lagartijas y pequeñas iguanas que tengan la osadía de esconderse entre sus hojas. Pero en el equilibrio inestable que han logrado parece que cada uno sabe hasta dónde arriesgarse.
Nos duelen los incendios y los seres humanos que los provocan. ¡Cuánta vida y cuánta muerte! Nos falta entender la unidad que somos y la conexión que entre todos formamos, nos falta conocernos más a nosotros mismos y conocer y amar nuestro entorno.
Es sabido que las plantas se comunican y avisan a sus congéneres de los peligros que acechan. Se defienden con olores, cierran sus hojas cuando tienen frío, las raíces avisan como vasos comunicantes del peligro de un incendio. Parece que el olor del césped recién cortado es como el grito de las heridas que sufren y la tierra mojada al comenzar la lluvia, la alegría del alimento que reciben. De acuerdo con diversos estudios científicos, las plantas también responden a sonidos emitidos por el aire. Las flores aumentan el dulzor de su néctar en tres minutos al escuchar el zumbido de una abeja… Muchas especies emiten sonidos ultrasónicos para comunicar su estrés.
Nos educan para producir, ser efectivos, ganar dinero, pero no aprendemos a mirar, admirar, asombrarnos, contemplar. Aquí estamos con un mundo encendido en guerras fratricidas, los polos derritiéndose, la atmósfera convertida en humo y nosotros casi zombis en los escombros de un mundo en llamas.
Urge mirarnos adentro para encontrar la vulnerabilidad que somos y la fraternidad que nos habita. (O)