Se sienten a grandes distancias las vibraciones que se originan en Venezuela porque la causa es la persona singular. La dictadura en ese país se originó del llamado socialismo del siglo XXI, un curioso oxímoron por su anacronismo terminológico. Su evolución autocrática terminó por cortar su principio populista y se desplegó como aquel enemigo original de la democracia: la tiranía. Cuando esto acontece, el patriota debe ejercitarse espiritualmente de tal manera que la muerte es sólo la última pero definitiva confirmación de su libertad. Sólo así es posible resistirse al exilio, como ha hecho la líder opositora María Corina Machado con la oferta de asilo de Costa Rica. Que la historia sea movida por los grandes individuos, las personalidades fuertes o excepcionales, es tan solo una apariencia. Es un espejismo nacido de la disolución, como la confusión de las lenguas en la Torre de Babel. Por eso la unificación y arduo trabajo de la oposición venezolana rinde tales frutos.

El socialismo del siglo XXI se caracteriza por su aparente forma democrática, pues los dictadores bajo ese modelo han sido electos popularmente. De hecho, el mismo Chávez firmó la Carta Democrática Interamericana. Pronto en 2004, se pronunció el pueblo a favor de revocar su mandato de presidente. Pero la dictadura por su naturaleza sólo de modo extraordinario abandona voluntariamente el poder, como se vio en el retorno de la democracia que inició Ecuador el siglo pasado. Llegadas las elecciones de 2013, Maduro perdía hasta que el CNE suspendió la transmisión de los datos electorales parciales y, tras reiniciarse, había cambiado enteramente el panorama (similar al caso ecuatoriano, cuando Moreno ganó en 2017). El peso de los crímenes de la tiranía contra la Asamblea Nacional, la oposición y el pueblo es aplastante. Según la Organización de los Estados Americanos (OEA), el régimen de Maduro es responsable de más de 18,000 asesinatos de 2014 a 2020, seis veces el número reconocido de muertos bajo la dictadura de 17 años de Pinochet.

Vale recordar que estamos en medio de una revolución mundial que evidencia que la era de los Estados nacionales ha finalizado. Una indicación es la tolerancia de los demás países de la región frente a un desarrollo dictatorial visto en cámara lenta durante décadas. Más acción han tomado con respecto a Venezuela, en este sentido, potencias foráneas como EEUU y Rusia. Esta es la razón de la vehemencia de Luis Almagro, elegido Secretario General de la OEA en 2015. Dijo en 2018 que “la comunidad internacional es responsable y no puede permitir una dictadura en Venezuela,” pues esta “afecta a la estabilidad de toda la región (…) a partir del narcotráfico y (…) del crimen organizado.” Es más, sin dejar de priorizar la diplomacia, agregó en ese entonces: “en cuanto a intervención militar para derrocar el régimen de Nicolás Maduro, creo que no debemos descartar ninguna opción.” Fue reelegido para liderar la OEA en 2020. Hace poco ha declarado que solicitará a la Corte Penal Internacional una orden de arresto para el tirano de Venezuela frente a la actual crónica de un fraude anunciado.

Lo que sucede en Venezuela demuestra que los intersticios de los hechos históricos se mueven por medio de humanos de carne y hueso. La soberanía no se encuentra fuera, sino dentro de la persona singular. La consciencia de esa emancipación es lo que no deja dormir a los que abusan del poder. Por eso lo más fundamental en nuestras vidas consiste en darse cuenta de las estructuras que nos rodean y pretenden que seamos meros números en las fórmulas estadísticas. Esto es necesario para superar el miedo. Y cuando se rebasa la condición de masa se torna imposible juzgar al ser humano. Pretender decirles a los pueblos qué es lo que deben hacer es una ilusión ideológica. Así se enlaza el caso venezolano con la lucha en Ucrania, con un sentimiento de autonomía. Lo que es en todo caso seguro es que tarde o temprano se desborda el ánimo y la opaca incertidumbre se transparenta como libertad. (O)