Cada cuatro años o menos, como ahora, este país escoge a un mesías. Medianamente joven o medianamente viejo; medianamente carismático o ególatra; altamente labioso so riesgo de que derive en más altamente mentiroso, o reflexivo, aunque poco empático. Poco o nada capacitado para el cargo, más allá de sus dotes histriónicas, pero en ocasiones bien acompañado por quienes van marcándole el camino.

También los hemos tenido con reales ínfulas de haber bajado de los cielos, con protectorados, Eclesiastés, armonías, mochilas escolares o megarrefinerías bajo el brazo, pero que descendieron sin freno al purgatorio, y algunos sin escala a los infiernos de la corrupción.

Todo este variopinto panorama ha ocurrido en menos de 200 años (193 para ser exactos), desde que esta comarca agrícola y minera, lejana de donde se tomaban las decisiones políticas de la Colonia, pasamos a convertirnos en República. Tiempo en que la palabra “crisis” ha sido la más repetida en las instancias de poder.

Para muchos, hoy tenemos nuevo mesías. Joven, más que todos hasta ahora; preparado a no dudarlo, que llega a la cima del poder empujado por el oleaje que en cinco campañas otro cuasi predestinado, su padre Álvaro, provocó en el tormentoso mar de la política ecuatoriana.

Y quienes lo consideran el nuevo bajado de los cielos, desesperados por la crisis que no se solucionó ni con las promesas de Montecristi de que se había cambiado el país para siempre, están expectantes de que entre con un látigo a los templos sacrílegos de la sapada y saque a todos aquellos que nos tienen sumidos en un caos armado, no porque estemos en guerra declarada, sino por el terror sembrado por las bandas delictivas a lo largo del territorio.

Y ni bien posesionado, desde antes mismo de que le pongan banda y gran collar (condecoración esta que asumo es por haber ganado las elecciones, porque hasta ahí no ha firmado nada) comenzaron las exigencias de los milagros. Desde el mismo discurso de menos de 8 minutos que nos quedó debiendo a todos (faltó que nos linkee el resto), pero sobre todos a los acostumbrados que los mesías con bandas bordadas por las monjitas, les endulcen el oído y prometan cosas que saben no van a cumplir, pero que en el camino irán buscando como justificar.

Que no habla mucho; que tiene sonrisa nerviosa; que no ha logrado armar su equipo; que sus declaraciones fuera dispararon el riesgo país, y un prolongado etc., he escuchado de propios y lejanos a él. Que pactó con los “enemigos”, así lo justifique en un intento de lograr gobernabilidad. ¿Cobrará impuestos a su familia? ¿Gobernará para los pobres o los ricos, como él? suenan por ahí como exigencias anticipadas de rendición de cuentas.

Por suerte el pequeño Alvarito Jr. fue muy empático en los actos de posesión y eso dulcificó el tenso momento que vivía quien ha decidido tomar las riendas de este país roto, destrozado, con una Carta Magna aprobada en 2008 “para 100 años” y que no llegó siquiera a vestir con éxito los zapatitos rosados de quinceañeras.

“¡A trabajar!” fue el mensaje final de Daniel Noboa en el cierre de su discurso flash. De acuerdo con él. ¡Dejémoslo actuar! (O)