Cuando decidí estudiar Literatura como carrera universitaria, mi padre me quiso influenciar con el clásico “te vas a morir de hambre”, pero responsable como era, me pagó las pensiones hasta que, casi al final, yo pude asumir el gasto. Con suerte, él vivió lo suficiente para observar que hice estudios en el exterior, conseguí trabajos varios y tomé buen rumbo con esos estudios dignos de su desconfianza.
La docencia es el camino casi obvio para quienes creen que educar a base de seguir el desarrollo de las letras universales y profundizar en ellas, permite una multiplicidad de habilidades: habla y escribe bien, medita sobre la condición humana, conoce etapas históricas con sus cargas sociales y se convierte en un asiduo lector. Convencer a los adolescentes de tales virtudes es desafiante, pero las cualidades del maestro radican, precisamente, en hacer de la hora de clases un apasionante encuentro. Ya en la universidad, los estudiantes están presentes porque han hecho una elección personal. Es más fácil exigir rendimiento en la medida, naturalmente, de lo que los profesores van entregando.
Ser profesor, por tanto, es una actividad que se emprende con las herramientas adecuadas –brotan de la pedagogía– o con buena voluntad, como pasa tanto en nuestro medio, cuando aquellos que se plantan frente a los alumnos solo pronuncian discursos o, si son más observadores, hacen como sus propios maestros del pasado, construyendo una cadena de imitación que parece funcionar. En todo caso, trabajar en la educación o enseñanza es una profesión, según dicen, en todas partes mal pagada, pero que supone una forma de ganarse la vida. Yo me desenvolví durante muchos años en un colegio desde primera hora de la mañana hasta las trece y media de la tarde y en un par de universidades a partir de las cuatro o cinco hasta bien entrada la noche.
Pero ocurre que el “saber literario” no se agota en dictar clases. Participa de círculos de acción donde se escribe, se edita, se comenta, se presentan, se critican libros. El talante de esas acciones marca, muchas veces, el perfil cultural de una sociedad, porque reflejan lo que están creando y pensando los llamados “intelectuales” –a falta de otra palabra–. “Profesionales de la lengua” los llamé en otro lugar. Lo sorprendente es que hay una malhadada tradición en que esas tareas sean gratuitas. No existe un profesor, estudioso o escritor a quien no se le hayan pedido charlas, artículos, opiniones sin ofrecerles pago alguno.
¿Por qué las instituciones educativas no incluyen en sus presupuestos los honorarios que se merecen las figuras que pueden poner la nota única, el estímulo definidor a los estudiantes? ¿Por qué las presentaciones de libros tienen que hacerlas los amigos del autor, que jamás pedirían pago por sus noches de lectura y redacción de textos? ¿Por qué hay congresos y encuentros que invitan a especialistas sin que medie un reconocimiento económico o nombramientos universitarios que, a más de las clases, recargan a sus profesores con actividades extras que no suponen pagos extras? ¿Acaso la lectura que corrige redacción y estilo, no es un trabajo? ¿O las entrevistas que conceden los expertos no consumen tiempo y son producto de largas horas de estudio? Con sociedades precarizadas, intelectuales precarizados. (O)