La precampaña electoral empieza a descongelar un tema que está por demasiado tiempo ya pendiente de atenderse en la malhecha política nacional: el rol de quien ocupe la Vicepresidencia. Y, específicamente, si en verdad vale la pena.

No es una discusión nueva, sobrevivió a la controversial Asamblea Constituyente de Montecristi, donde se discutía y acordaba una cosa, y de un cuarto adjunto meramente salía otro texto que enseguida se daba como aprobado. Allí se sostuvo que para ser vicepresidente se requiere lo mismo que para presidente y que sus funciones se limitaban a dos: estar listo/a para reemplazar al mandatario en forma temporal o definitiva; y, mientras tanto, hacer lo que ese mandatario le asigne como tarea, en un texto de tal amplitud que bien podría servir los cafés en Carondelet, como irse de casco azul al otro lado del mundo.

La experiencia actual de conflicto entre ambos mandatarios, desde antes de posesionarse, le cuesta mucho al país y no me refiero solo a lo económico de mantener a una figura de ese nivel y todo lo que le rodea, en tareas diplomáticas sui géneris; sino también el alto costo político, de estabilidad social y de imagen internacional. Ese es un espejo en el que deben mirarse quienes ahora mismo están escogiendo compañera/o de fórmula para los comicios de febrero del 2025, porque si bien esos textos constitucionales (luego complementados con la exigencia de paridad de género) no han logrado reparar la función vicepresidencial, es peor que cada candidatura lo asuma solo como el cumplimiento de un requisito, y que los supuestos procesos de democracia interna, con “primarias”, no sean más que simulacros registrados en una foto.

Lo que se ve hasta ahora en precampaña es un rígido autocuidado de espaldas. Candidatas, sobre todo, muy valiosas en lo profesional, gremial o comunitario, pero que parecen cumplir el requisito del bajo perfil, que tampoco garantiza nada, como ha quedado muy recientemente demostrado. Y hay una postulación donde se cumple el mandato de género al revés, con un candidato de amplia y polémica trayectoria, que ha mostrado en la política sus amplios dotes para mover la cintura y desplazar a quienes ya se creían ungidos. Y sus innegables ansias de protagonismo y poder.

En lo que va del siglo XXI el único que parece haber acertado en sus dos elecciones de compañero de fórmula presidencial es Rafael Correa, quien en la primera etapa de su década en el poder tuvo un vicepresidente de bajo perfil (luego lo forzó a ser su sucesor, pero eso es otra historia) y en la segunda parte de su decenio se acompañó de quien le daría una lealtad incondicional, tanto que es el único preso de alto nivel que dejó la Revolución Ciudadana acá, antes de la estampida hacia México. Un hombre que ha hecho un voto de silencio mientras mira en una intermitente tablet los esforzados festejos de sus colegas, o el encebollado que hasta en Europa le brindan a su líder.

Con estos preocupantes antecedentes, me vuelvo a repetir: ¿sirve realmente al país la Vicepresidencia?

Pero mientras siga siendo un requisito electoral, al menos que se preocupen de que el perfil elegido sea el correcto. (O)