Creo que uno de los refranes que más me gusta es aquel que dice: No hay peor ciego que el que no quiere ver. Y en el caso de quienes participamos de alguna manera en el debate de lo que ocurre en el país funciona a la perfección.

Llevamos semanas –en realidad años– diagnosticando al Ecuador. Últimamente, al menos desde que iniciaron las masacres carcelarias, los sicariatos, el aumento del decomiso de droga, no se habla de otra cosa en la mayor parte de las informaciones que tienen que ver con seguridad. Solo le compite el fútbol y, por supuesto, la crisis política del Gobierno, que tiene sus picos de ola. Por ahora es el juicio político al presidente Guillermo Lasso por el caso Flopec, luego que se pasó por el escándalo del gran padrino, la caída del PSC en las últimas elecciones, la constancia de UNES por traer de vuelta Correa y perdonarle sus juicios, la liberación de Jorge Glas, etc., etc.

En el fragor de enardecidas discusiones, debates y diagnósticos, uno más catastrófico que otro y que se multiplican en las redes, a veces sin explicar el contexto de alguna declaración, muy poco se habla de las salidas, las alternativas para el país en el corto, mediano y largo plazos. Y cuando se lo hace, la tentación de quienes moderan las discusiones, en muchas oportunidades, es mantenerse en el diagnóstico e incluso en las discordias que se pudieran haber generado, para que eso sea lo que quede flotando en el ambiente.

Esto, sin duda, solo muestra que no terminamos de entender que en un país polarizado, en donde se debate sin plantear salidas, es más sencillo sembrar el caos. Y que en el caos es más fácil que los autoritarismos se instalen.

Tampoco logramos entender que si sobresaturamos o infoxicamos con contenidos a las audiencias solo las confundimos, porque simplemente ya no pueden procesar la información. A eso agréguele que todos tenemos nuestras propias burbujas comunicativas, en las que solo recibimos los contenidos que el algoritmo considera nos agrada. Y sobran los comedidos que amontonan los chats de mensajería instantánea con lo que creen que la gente debe aplaudir o rechazar. Con una población infoxicada, la desinformación se instala sencillamente. Y ya sabemos lo que provoca la desinformación: golpes a la democracia.

Menos aún entendemos que cuando acostumbramos a que la forma de procesar la política, en el debate público, es resaltando las diferencias, profundizando las discrepancias, le decimos a la gente –especialmente a los jóvenes– que la política es eso, impulsar el desacuerdo, cuando lo que se requiere es ciudadanos informados y capaces de encontrar alternativas y salidas a los desafíos del país.

Que suena muy romántico plantear que busquemos salidas y giremos el debate público, lo es. Pero pensar en ello, en soluciones, educación, es lo que nos hará dejar el país de conitos en el que vivimos, donde no vemos más allá de nuestras narices y, por tanto, no pensamos en que construir toma muchísimo tiempo y hemos perdido demasiado ya.

Hablemos de política, pero dejemos de satanizarla, de opinar para polarizar. Hagamos el esfuerzo de buscar puntos en común e impulsemos eso. (O)